Por Antonio de Murcia

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Menudo tema. Para las artes todas no hay leitmotiv como éste, repetido hasta el infinito, al que se dedican géneros enteros. En el albor de nuestra cultura ya Safo de Lesbos nos lo cantaba en palabras que reconocemos como de hoy. Y hace veinte siglos, Ovidio nos enseñaba el Ars amatoria de llevar a buen puerto las relaciones entre amantes, con dos libros de consejos para ellos y un tercero para ellas. Claro que a continuación tuvo que componer los Remedia amoris, con estrategias para librarse del amor y esquivar sus desastres. Todo ello muy vigente hoy en día. Y así a través de las épocas hasta nuestra actualidad repleta de toda clase de medios técnicos de transmisión de mensajes.
Del amor se ha dicho tanto que no parece posible decir nada nuevo. Se deduce que es una asignatura fácil ya que todo el mundo parece capaz de pasarse la vida dándole vueltas. El volumen de conversaciones “de sofá”, (o de café, coche, campiña, playa, alta montaña, etc.) es un big data de los gordos. Aunque, bien pensado, también debe de ser una materia difícil ya que se sigue y se sigue mareando el problema a través de los milenios sin llegar a resolución ninguna. Y así sigue y sigue chupando la energía de todo quisque.
Y como la ciencia misma no ha aportado a este embrollo más que solemnes pedanterías, y la psicología terapias morbosas, y la cultura pop canciones chicle repletas de lugares comunes, y la poesía enigmáticos deliquios, y las películas arrobos increíbles, y etcétera, voy a atreverme a decir yo (un simple peatón como cualquiera) alguna cosa de utilidad, como el que señala un diamante brillando en el fondo de esta ciénaga oscura. Que no se diga que soy un cobarde. Y no es que pretenda hacer un arco de iglesia o ningún gran invento, porque cada uno y cada una lo puede ver dentro de sí, si quiere reconocerlo. Lo que está debajo de cada uno y cada una, el más preciado de nuestros anhelos, eso que perseguimos mientras estamos vivos, eso que maldecimos a veces, por escurridizo.
Lo que no quiero, porque no debo (y no se debe) es tratar de definir el amor. Ya en otra ocasión (Virtud y revolución, nº 2, mayo 2023), en un artículo "Sobre la libertad", en el que ponía en relación libertad y amor, adelantaba que:
Definir amor resulta tan pernicioso como corromper la inocencia. Sin embargo, es necesario invocar con precisión una noción que compartimos todos cuando lo desnudamos de las mixturas que lo parasitan, lo utilizan y lo falsean. Así que formulamos un enunciado que no se presta a manipulación, una definición lo bastante defectuosa como para preservar la vitalidad de lo definido: El amor es el amor a la felicidad de lo amado. Y aquí a “felicidad” le damos el mismo sentido que antes: “desarrollo venturoso”.
Y anotaba que una definición así “…incumple las normas de una buena definición: ya que se incluye en la definición el concepto definido, además de introducir en el enunciado un concepto más vago y difícil todavía (‘felicidad’). Aun así, o precisamente por ello, tiene la virtud de ser lo bastante general para poder referirse a cualesquiera objetos amorosos. Confiamos en que cumpla con la función de apelar a un sentimiento compartido.”
Pues definir las cosas vivas es como clavar mariposas en un tablero. Coleccionar tales saberes es algo muy humano, demasiado humano, a costa de despojarlas de su aliento para someterlas y hacerlas ser lo que no eran; todo en defensa de la amenaza que supone el no saberlas, no vaya a ser que nos desconfiguren la estructura que nos sostiene.
Pero esa mala definición se refiere a todo amor cualquiera que pueda darse, ya sea entre humanos, ya de humanos con otras cosas. Y así la lengua corriente lo aplica tanto a un vicio como al trabajo bien hecho; con la misma palabra alude al vínculo con un perro o con la música; o lo extiende tranquilamente a la patria chica, o lo expande a la humanidad entera, o incluso a la naturaleza toda. Y por supuesto así nombra igualmente la sublime dedicación de los padres a los hijos, la mutua entrega entre los cónyuges, el vínculo entre hermanos bien criados, y hasta la profunda amistad entre compañeros.
En este escrito acoto tal maremágnum y por fuerza me limito a uno solo de los casos: al amor entre los sexos, ese que unos llaman “de pareja” (y otros por el contrario “libre”), o “erótico”, o “sexual”, o algunas, recientemente, “romántico” como sinónimo de falsario, con intención declarada y designio político de quitarle todo el prestigio de que goza y arrancarlo por siempre del corazón de las gentes. De todas formas, aunque la cosa se simplifica bastante, sigue siendo ardua; pues sólo hay dos sexos, pero sigue entre ambos habiendo variadas combinaciones de modos, tipos y número de sujetos. Sin embargo, poco importa cuáles sean estas variantes porque el diamante que trato de señalar no puede darse más que en la intimidad de dos (sean del sexo que sean). Vale de ejemplo el caso de los tríos, o el de las relaciones “abiertas”, donde la inevitable alternancia menoscaba dicha intimidad. Para ese propósito cualquier adición no hace más que restar.
Así mismo renuncio a discutir las tópicas cualidades que se le atribuyen; por ejemplo la de si es eterno (o no), pues no veo qué luz aporta endosar una propiedad divina a algo que ocurre en la vida humana corriente. Si existe (o no) entra de lleno en el campo de la Teología, en el que hasta el más profano se siente habilitado para discutir a propósito de este tema. También descreo de la dicotomía verdadero/falso, que debe aplicarse mejor a las proposiciones filosóficas o científicas y no a las fuerzas que se sienten y palpan, las cuales, como palpitantes que son, no necesitan ser afirmadas, lo mismo que no cabe negarlas. Y en cuanto a la búsqueda premeditada de una media naranja… mejor dejarse de tontunas que no pueden llevar más que a frustraciones y desencantos tan bobos como ese empeño. Si dios o natura nos escindió en dos en tiempos prehumanos, no parece sensato querer encontrar ahora el mismísimo trozo exacto que nos complementa y completa. Aplicar un plan, método, proyección, imagen y lista de requisitos a este fuego profundo y maravilloso no puede menos que sofocarlo antes de arder. No vamos a remediar la ceguera de Amor con anteojos mentales. Caso virulento de tal afán es el anhelo cuasi místico de hacerse Uno (no con el universo, pero sí con el otro u otra). ¿Habrá cosa más fácil?: dos se pegan, se encolan y se hacen uno. Pero, ay, demasiadas veces hemos visto que se pegan de verdad.
Intrusión en el amor
El Poder, en su progresión desde sus inicios hasta lo que llamamos estado, siempre ha tendido a dominar todos los aspectos de la vida, materiales y espirituales, de la población sometida, a la que llamamos pueblo. El sentimiento amoroso entre los sexos fue controlado por medio de la institución del matrimonio confiriéndole carácter contractual y jurídico. En las últimas décadas el Estado no ha tenido empacho en acoger en su seno legal incluso a las parejas homosexuales, fingiendo, eso sí, que es una conquista de la minoría marginada lo que no es más que progreso del estado moderno.
El Poder se apropia de todas las cosas vivas, las manosea, las adultera al servicio de sus intereses y las transmuta a su imagen y semejanza; por último, las introyecta en la masa de individuos a través de la pedagogía cultural, actualmente llamada ingeniería social.
En los famosos años ’60 la justa protesta juvenil contra las guerras estatistas, contra el trabajo alienante y contra el capitalismo salvaje y en pro de una vida auténtica bajo la divisa “paz y amor” (¡qué jóvenes eran los jóvenes!), fue rápidamente desviada de sus objetivos y convertida en “conflicto generacional”. Hábilmente el Poder tornó las iras de los jóvenes contestatarios contra sus pobres padres. Al final de esa contienda perdieron los viejos, que asistieron a la ruina de sus valores; perdieron los jóvenes por lo mismo, así que tras unos años de devaneos con drogas, sexo y rocanrol volvieron al redil de trabajos insufribles o al negocio de papá; y ganó la clase dominante, que pudo imponer sus valores sin oposición.
De la misma forma, la lucha por la igualdad de derechos de hombres y mujeres contra el estado dictatorial fue transformada gradualmente en “guerra de sexos”, con la colaboración y complacencia del sector lesbio del feminismo. Ciertos intelectuales, inspirados en las ideas marxistas de un siglo atrás, condensadas en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (1884) de Friedrich Engels, pusieron de moda una teoría antropológica que situaba el origen de la civilización en una primigenia dominación del sexo masculino sobre el femenino. La lucha de clases transformada en lucha de sexos. Era el trasunto académico del repugnante dicho vulgar que encumbraba la prostitución a “el oficio más antiguo del mundo”, con lo que a la vez se degradaba el sexo procreador a mera expresión de una relación de dominio-sumisión y a hijos y mujeres juntamente como bienes económicos de los señores. De ahí a presentar el acto sexual como una violación no había más que un paso que algunos sectores del movimiento dieron a continuación; y la crianza de hijos como una actividad degradante para la mujer, sólo aceptada con gusto por antiguas amas de casa de mentalidad disminuida. Paralelamente, el complejo científico-industrial inventó la píldora (la pilule, entonces) como fórmula para la liberación, advenimiento muy celebrado por los dichos intelectuales masculinos que veían así favorecidos sus intereses coitales.
Con tales embelecos engañaron a una buena porción de esa generación de jóvenes y confundieron a las siguientes.
Los males del malamor
Tales embelecos, y otros peores, son posibles en todas las sociedades conocidas donde rige el poder, y por tanto la tiranía, y por tanto reina el caos emocional y la miseria moral. La plaga de insatisfacción, mentira, tensión y violencia en las parejas que vemos alrededor nos tientan a pensar que estas no pegan y que mejor harían en disolver el vínculo. Sin embargo, la plaga de rupturas, promiscuidad y confusión no parece acrecentar el bienestar ni el bienquerer. Mucha gente parece continuamente malcasada.
El perenne conflicto cotidiano, el deseo de escapar de la relación amorosa, la infidelidad y la promiscuidad en la edad adulta resultan de una insuficiente experiencia amoroso-sexual en la edad juvenil. Esa época de formación y aprendizaje, es decir, cuando todavía no se exige asumir responsabilidades adultas completas, debe ser vivida con libertad. El tiempo en que la curiosidad, el interés y el deseo son máximos es el campo en que se decantan las afinidades y gustos y debe durar tanto como sea necesario antes de elegir pareja. Si no se está seguro de dar la vida por el otro cada día, mejor no comprometer a nadie. Así desde luego habría menos bodas… y menos divorcios. Un orden social armónico dispondría las condiciones necesarias para que así se diera, en su propio interés de supervivencia. Sin duda mitigaría el lamentable estado de cosas que tantos sufrimientos causa.
Con ese currículo adquiere uno, o una, la aptitud para saber lo que quiere, necesita o satisface plenamente, y para distinguir lo que nos amplía de lo que nos mengua. Sin él es segura, salvo milagro, la frustración del amor, que conduce directamente a una incomunicación progresiva. Entonces ya no se percibe al otro como un ser humano concreto, sino en relación con alguna imagen confusa de lo que esperamos. En poco tiempo el contacto humano será sustituido por el choque de imágenes y el interminable reproche mutuo.
Visto lo visto, no parece que se dé el amor muy frecuente. Amar es un poder, y no ama quien quiere sino quien puede. Y seres tan dañados como nosotros pueden poco. Así las cosas, mejor conducirnos con compasiva benevolencia entretanto salimos del atolladero en que andamos metidos.
En el antecitado artículo Sobre la libertad decía: La vida humana tiene dos caminos: el del poder o el del amor. Si el del amor se frustra, se pervierte hacia el poder. Los dos caminos se bifurcan y se oponen. Cuál sigamos depende de nuestra visión del mundo.
Siendo el poder enemigo irreconciliable del amor, continúa más que nunca el empeño de hacerlo imposible manteniendo todos los frentes de la ficticia guerra entre sexos, incrementando los ataques y sacando toda la artillería. Hasta la victoria final y la destrucción del enemigo. Pero este proceder maldito que transforma lo vivo en lo muerto no debe hacernos olvidar que se ejecuta, precisamente, sobre algo vivo. Algo que se escapa al dominio del poder y al mismo dominio del poder interiorizado en los individuos.

Pero ¿a qué teme el poder?
Si tan deteriorado anda el eros en estos tiempos, a qué tanta aversión a un enemigo en retirada. ¿A qué teme el poder?
En su artículo "Las fobias del poder" (VyR, nº 9, diciembre ’23) Jesús Trejo nos exponía con lúcida agudeza que el Poder padece de horror al vacío, de horror a lo imperfecto y de horror a la intemperie; tres categorías filosóficas que son trasunto respectivamente de libertad, comunidad popular y experiencia, de las que precisa su sentido como amenaza contra-poder. Pues las tres son atributos esenciales del amor: libre porque pervive más allá de los límites de su dominio; popular porque rechaza toda tentativa de reducirlo a definición y cálculo, como efectivos modos de domesticación; experiencial de lo vivo y palpable, en oposición al mundo de las ideas y los entes abstractos, constructos propios del poder con los que sojuzgar la infinitud de la naturaleza. Por esta razón necesita exterminar de nuestro interior la potencia del amor diluyéndolo en conflictos y confusión.
No se empeña el poder contra despojos de amor como la pornografía, la prostitución o la pederastia, ni contra la hipersexualización de la niñez o la exhibición comercial de los cuerpos como trozos de carnaza, ni contra la pasión indiscriminada, la promiscuidad infecta o las perversiones delictivas. Tampoco se opone mayormente a la gestación de algunos niños nuevos, siempre que sea en las granjas de fecundación artificial, que tanto proliferan. Al amparo de una tenue hipocresía, todo eso y más es promocionado. Su único objetivo bélico es el amor libre entre mujer y hombre.
A pesar de todo, de vez en cuando se ve alguna pareja anciana cogida de las manos; van sonrientes, serenos, felices. Han vivido la vida juntos, casi desde adolescentes. Él sigue encantado con las salidas imprevistas de ella. Ella se sabe amada y ama en él su bondad varonil. Para él ella no puede cambiar por más arrugas que cargue, porque es siempre otra y la misma. Ella sabe sin ninguna duda qué clase de vilezas nunca cometerá él.
A pesar de todo, por todas partes siguen los retoños de generaciones nuevas, impertérritos, vibrando al compás del amor desconocido, arrebatados por una fuerza ignota a despecho del aluvión de pantallazos que los narcotiza a todas horas.
Y luego estás tú, lector, lectora, a pesar de todo. Has construido junto a tu pareja un lugar donde el amor se manifiesta en una comprensión profunda, a la vez intuitiva y racional, de la vida interior del otro. Ambos os habéis permitido contemplar al niñito que sigue habitando en el interior de cada uno. Para vosotros, el uno es el hogar del otro y os pertenecéis mutuamente.
En ese lugar también discutís y peleáis, mas no permitís que la inquina hiera demasiado y jamás os vais a dormir sin desearos buenas noches. En ese lugar crecéis juntos y sois la misma alma. En vuestra intimidad compartida se da una conexión única entre humanos. Allí se cumple la necesidad natural de expansión, de salir de la prisión de la personalidad propia, de salir de la armadura del yo, de perderos en lo desconocido, de descubrimiento inagotable, de libertad. Hacerse otro es la esencia del bien. A veces os abandonáis a lo que el otro disponga, como cuando en el bar de siempre el camarero nos dice: «no te preocupes, hoy tengo un plato exquisito que te va a encantar, ya lo verás», y así nos permite descansar un rato de nuestra santa voluntad.
En vuestro vivo amor hay comunicación, hay confianza, hay amistad, hay paz. Habéis traspasado la imagen proyectada, sois personas vivas que cambian continuamente, siempre otros y los mismos, en vuestro amor creciente. La entrega íntima propicia deambular por perdederos siempre nuevos de placer inagotable. El juego sexual tiene el mismo significado para los dos: pasar juntos, gracias al otro, hacia vivencias más allá de la conciencia personal. Desde ese lugar vuestro de alma compartida salís al mundo, expandidos. La literatura seria (y lo que no es literatura) se ocupa mayormente de describir la lucha continua de desamor entre los sexos. Vosotros dos no hacéis literatura de vuestro buenamor y nada tenéis que escribir.
Este idilio podría parecerte imposible y falso, mala literatura, pero el muy verdadero anhelo de vivirlo es prueba de lo contario, lo mismo que el terrible sufrimiento que sobreviene cuando se frustra. ¿Y vais a renunciar a esa riqueza? ¿en razón de qué nadería? Persiste ese amor, porque es el constituyente vital humano. El poder combate a un enemigo invencible.
No he intentado, lector, lectora, más que describir lo evidente y obvio, lo que de verdad pasa en nuestra vida más auténtica, pero no tengo más prueba para ello que tu declaración como testigo, ya que tienes dentro de ti un conocimiento directo. Para atreverme, lector, lectora, a hablar así tan resuelto de estos sentimientos íntimos tuyos, no tengo más disculpa que el sospechar que no son personales y tuyos, sino la fuente común de donde emana la vida plena. O si no, ¿cómo explicar la profunda alegría que nos colma cuando bebemos su agua fresca?
Y en fin: para ella, para que no se vaya nunca de mí, esté donde esté.
Antonio de Murcia, febrero 2025.
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Comentarios
Que profundo !!
Que bonito!!
Eskerrik asko ,Antonio de Murcia!!.