La Bondad

Publicado el 1 de febrero de 2025, 7:48

Por Antonio de Murcia

[Tiempo de lectura: 17 min]

 

 

De todas las cualidades humanas la más importante es la bondad. Al menos la que más me importa a mí, quiero decir. Sin duda los lances de la vida se pasan mejor en compañía de personas buenas, estaremos de acuerdo. Lo peliagudo es definir el concepto. Estos entes abstractos, tan humanamente nuestros, son así. Cuando pretendemos hallar sus fundamentos últimos mediante la razón, resultan creaciones del pensamiento auto-referentes, tautológicas, circularmente viciosas. Sólo definibles dentro de un marco de referencia previamente escogido a su vez. Si uno se mete a fijar su significado no tarda en llegar a una aporía, la cual no se resuelve amontonando matices, salvedades, casos, excepciones. Haría falta una cantidad interminable de notas para caracterizar con exactitud la bondad. Vana palabrería sin solución a la vista.

 

Fijar el significado de la bondad desemboca en un pozo de confusión de esa clase, en un relativismo infructuoso. Pero, ojo, esto pasa con la bondad corriente, la que ejerce cualquier fulano del montón, como yo. No pasa lo mismo con la bondad excelsa, suprema, que tampoco se deja definir ni explicar, pero que se reconoce cuando se la tiene delante. En la vida práctica y tangible, cuando se quiere aludir a una persona buena, pero buena buena, se recurre no a un calificativo descriptivo sino a una cuasi expresión poética, casi una metáfora; y se dice: fulano de tal es una bella persona. Por muy fea que sea. Quien usa esa expresión está plenamente convencido de la verdad de lo que está diciendo. Y, es más, quien la escucha asiente y no indaga. Simplemente está de acuerdo, y no haya más.

 

No voy a contradecirme yo ahora intentando explicar lo que significa ese sintagma misterioso porque todo el mundo lo sabe. Sólo señalaré que se usa (o se usaba) muy raramente, cosa natural debido al siempre escaso número de sujetos al que aplicarlo. Y siempre referido a personas cuya determinación de ejercer la bondad era palmaria y conocida; incluso heroica, en tanto que informaba todos sus actos y actitudes. Una forma suprema de ser y de comportarse solamente posible por ir acompañada de todo un crisol de atributos y cualidades valiosas (tal como inteligencia natural, generosidad de espíritu, moral incorruptible, discernimiento compasivo y trato respetuoso siempre).

 

Mis primeras impresiones de qué sea esto de la bondad arrancan desde bien temprano, de la época de adquisición del vocabulario básico del idioma, en mi caso sobre los dos, tres o cuatro años de edad. Dejo de lado intencionadamente las bondades recibidas en una crianza amorosa en la familia —pues esa es la expectativa natural del bebé, necesaria para su salud y supervivencia, y previa a todo nombre y relación social— para referirme a actos bondadosos provenientes de extraños.

 

Tengo la imagen de un jardín en una plaza de la ciudad (la glorieta del Ayuntamiento). Mi madre me tenía asido de la mano mientras contemplaba algún acto público. En un momento dado me solté de su mano y pisé un momento los parterres, adornados de flores. Ella se apresuró a sujetarme amonestándome y mirando de reojo a un guardia urbano que andaba cerca. «No pasa nada, señora, no se preocupe», dijo el guardia suavemente. Mi madre lo agradeció musitando algo sobre la buena gente que está en el mundo. No recuerdo sus palabras, pero sí un destello de luz en sus ojos y un amago de sonrisa. Lo que no comprendo es cómo percibí todo eso desde abajo con mi altura de tres palmos.

 

Domingo el Chambilero era un hombre ya viejo, alto, de brazos largos y cara seria y afable. En su casa tenía una pequeña industria de helados (granizado de horchata y de limón, helado de vainilla y de fresa) que fabricaba él mismo y que estaban riquísimos. Iba de blanco inmaculado por aquellas calles de tierra vendiendo los chambis con el carrito. Mis hermanas miraban con disimulo, porque no llevaban dinero. Domingo les preguntaba: «¿queréis una maceta, o un polo, hijas?». «Es que no llevamos perras». «Ya me las pagará tu mamá luego», y el hombre cargaba los cucuruchos sin más hablar. Yo no sé si “luego” le pediría las perras a mi madre. Si acaso las pedía, ella las abonaría también sin rechistar.

 

El trato de muchos años con el Juan de la Risas me convenció, ya de mayor, de que él fue un ejemplo eximio de eso que se llama bella persona. Él y su mujer, Encarna la Risas, vivían de alquiler en la casa contigua a la nuestra. Procedían del campo y por esto usaban algunas costumbres chocantes. Por ejemplo, nunca iban a la par cuando caminaban por la calle, sino que él marchaba delante y la mujer unos pasos atrás, al uso gitano. Era un hombre silencioso, quizá muy consciente de su humilde instrucción. Pero siempre iba silbando bajito, lo que le servía también para entrar en la casa vecina sin tener que anunciarse en voz alta. Trabajaba de albañil y su pasión eran los arreglos y las chapuzas, aunque apenas tenía ocasión de dedicarse a ello. Pero por si acaso guardaba en su reducida vivienda, hasta debajo de la cama, toda clase de restos de materiales variados, desechos y herramientas. Colgaban de las paredes del pequeño salón cinco o seis bicicletas viejas. Un día rompí el astil de mi hacha de mano y me dispuse a repararlo rodeándolo con alambre. El Juan contemplaba mis lamentables intentos. Entró en su casa y salió a los pocos minutos con un astil casi nuevo, y de mejor madera que el roto, que encajaba en la hoja a la perfección. Yo quedé admirado de la rápida y feliz solución de mi apuro. No lo mostró apenas, pero reventaba de orgullo ante el asombro de un niño de ocho años.

 

Fue Juan de la Risas quien me llevó la primera vez que fui al cine. (La película debía de ser una de piratas porque tengo la imagen de barcos y de mar azul. La pantalla consistía en una gran tela blanca, sujeta a unos altos postes, que se rizaba con la brisa que soplaba en aquel cine de verano, así que recuerdo muy bien que la pantalla se ondulaba y se movía dando una sensación muy realista de las olas del mar). Él iba tan emocionado de caminar por la calle al lado de un niño pequeño como yo de ir con él.

 

Se había jubilado hacía poco y una madrugada su esposa anunció a las vecinas que su Juan acababa de morir (de un definitivo ataque al corazón). En aquel primer momento yo era el único varón presente y tuve el privilegio de amortajarlo con mis manos.

 

Muchos años después tuve ocasión de saludar casualmente a la Encarna. Llevaba al cuello un relicario que le pedí me mostrara. «¡Vaya, es el Juan!», dije al ver la foto del interior. Y ella exclamó con orgullo posando una mano sobre la imagen: «¡Yo nunca estoy sola!».

 

Esos pequeños vislumbres1 de bella actitud me llevaron a preguntarme cuál es la fuente de la que mana: si es ocasional o perpetua, si es fruto de una decisión o bien una exigencia interior de personas especiales. Porque lo sorprendente es que unas pocas personas parecen tener esa fuente inagotable como guía íntegra de comportamiento.

 

Tal como yo la entiendo, la bondad no es un atributo personal, sino un galardón que se recibe de los que tratan contigo y te conocen. Es sobre todo un bien colectivo de disfrute común. La fama de bueno sin duda gratifica al que la detenta, pero sobre todo reconforta a su comunidad, cuyo corazón eleva con su presencia, pues representa una referencia suprema a la que aspirar.

 

 

El Consejo de Hombres Buenos

 

Hay en esta comarca mía (el valle de la Huerta de Murcia) una institución que detenta el curioso y bello nombre de Consejo de Hombres Buenos. Es un tribunal de justicia de carácter oral, cuyas decisiones son inmediatas y no admiten apelación ante ninguna otra instancia. Sus referencias normativas son las costumbres transmitidas de generación en generación, plasmadas en las ordenanzas de la huerta. Se llama Consejo porque es un órgano colegiado; y de hombres porque está compuesto de facto por varones, aunque no hay norma alguna que impida formar parte a féminas2. Por último, sus miembros llevan de suyo el calificativo de buenos, como si fuera de lo más corriente alcanzar tal galardón. Después intentaré dilucidar la significación de este apelativo aplicado a los componentes de un tribunal, pero antes creo necesario dar cuenta del contexto en que se origina una entidad así.

 

Su origen se pierde en la bruma de la tradición sin Historia. Los restos atestiguan que la población íbera prerromana vivió aquí proveyéndose de pesca y caza, recolección, forraje y cultivo primitivo. Los romanos concibieron la huerta propiamente dicha, como sabios agricultores que eran, con canalizaciones de riego y la creación de las villae, las unidades de producción que abastecían a las legiones acantonadas en Carthago Nova. Naturalmente, los modelos de organización de la producción en esas poblaciones tan antiguas no han trascendido hasta hoy. Sin embargo, la historia posterior a la dominación romana creó las condiciones para que se desarrollara en este rincón del sureste una forma de organización socio-económica particular el margen de las instituciones de poder.

 

La conquista del territorio por el imperio Bizantino convirtió la región en frontera y escenario de enfrentamiento contra el paulatino avance hacia el sur del poder visigodo. Durante dos siglos fue territorio inseguro: hasta el siglo VII no se establece el dominio político visigodo sobre la nobleza hispanorromana y la población campesina. Pronto los terratenientes locales se asimilaron mediante a alianzas matrimoniales a la escasa nobleza goda llegada a la provincia, conformándose una clase dominante relativamente homogénea. Entonces la carga fiscal sobre el campo aumentó y los campesinos, los pequeños propietarios arruinados, los antiguos esclavos liberados y los habitantes urbanos pobres se vieron obligados a caer en un régimen de servidumbre. Para escapar de tal condición muchos de los integrantes de esos grupos huyeron a los almarjales y zonas pantanosas del valle3, tierras marginales desde luego, pero aptas para la vida agrícola autónoma y sobre todo difíciles de controlar por el poder político4.

 

A este contexto social, caracterizado por la discordia intestina en el reino visigodo, llegan a principios del siglo VIII los nuevos dominadores musulmanes. Grupos no muy numerosos de árabes y bereberes, egipcios y sirios, se asientan en las ciudades entregadas por el gobierno hispanogodo de Murcia y en los valles aluviales; sin duda no eran parajes muy diferentes a los de sus lugares de origen. La aristocracia autóctona se integró en los grupos dirigentes árabes en un proceso relativamente rápido, nuevamente mediante matrimonios mixtos. La islamización cultural de la población general fue más lenta, pero a mediados del s. X estaba concluida.

 

Con tales mimbres proliferan por toda la región, desde finales del s. IX hasta el s. XIII, infinidad de comunidades campesinas. En la confluencia del río Segura con el Guadalentín se forma la huerta en torno a la capital, Múrsiya. En el s. XI se construye la red de acequias, que queda plenamente desarrollada en el XIII.

 

Y es a lo largo de ese periodo cuando cristaliza una forma de organización de los medios comunes (gestión del agua, reparación y limpieza de cauces, construcción de norias y aceñas, sendas y caminos…), basada en asambleas decisorias igualitarias (Juntamentos), cuyas decisiones se fundan en la tradición y la costumbre, y donde seguramente gozaban de preeminencia los más ancianos. (Estas normas no escritas sino orales, depuradas en los juntamentos a lo largo de siglos, no fueron recopiladas en documento hasta finales del s. XVII (1695), con el título de Ordenanzas de la Huerta, para ser ratificadas por el rey Carlos II). La conquista cristiana no alteró este gobierno de la vida huertana, más allá de las leyes generales dictadas para todo el reino y de la llegada de nuevos pobladores de la mitad norte peninsular. Alfonso X mantuvo la prerrogativa de este fuero jurisdiccional y, en lo que no tocaba a los intereses reales, disponía que se hiciese “como en tiempo de moros”. En su estatuto jurídico aparece reconocido el Concejo de Hommes Bonos, con competencia para resolver sobre los pleitos en base a las normas de la huerta.

 

Todos sabemos lo que ha ocurrido desde entonces para acá: el estado y sus instituciones subordinadas han ido erosionando, cuando no liquidando totalmente, todas las creaciones populares, su cultura y hasta su memoria. A las Ordenanzas nadie las ha derogado todavía —nadie tiene derecho a hacerlo—, pero varias sucesivas reescrituras y revisiones, desde 1849, van desvirtuándolas paulatinamente y subordinándolas al derecho positivo estatal. Y, sobre todo, el mundo a que se destinan está acabando de colapsar. Las vías de destrucción son muchas: invasión de los planes urbanísticos, intrusión de las leyes estatales (ley de aguas), licencias de obras, construcción de autovías, etc. Incluso hay una especialmente perversa: el reconocimiento oficial del valor de lo destruido5. Pero ninguna de estas agresiones podría llevarse a cabo tan fácilmente sin la pasividad de los huertanos, si es que queda alguno. El daño mayor es espiritual, y el cambio de mentalidad —de amor a la tierra por amor al dinero— ha sido el factor clave. El Consejo de Hombres Buenos fue presentado a la Unesco a ser reconocido patrimonio inmaterial de la humanidad, junto al Tribunal de las Aguas de Valencia, en candidatura conjunta de los gobiernos autonómicos murciano y valenciano. Pues en 2009 el tal reconocimiento fue concedido. Hay homenajes que parecen el epitafio en la lápida de una tumba.

 

Sea como sea, el Consejo de Hombres Buenos sigue vigente y actuando todavía, arbitrando sobre lo que queda de huerta de Murcia en la forma de siempre: rápida, expeditiva, resolutiva… y barata. A pesar de su denominación, no es un conjunto de seres singulares con virtudes excepcionales. Su modo de composición revela su naturaleza:

 

  • Lo componen cinco miembros elegidos por sorteo entre los procuradores de las Acequias Mayores.

  • Estos procuradores (encargados de acequias) son elegidos entre los hacendados del heredamiento de la acequia correspondiente por votación de los mismos en juntamento.

  • La composición del Consejo se renueva mes a mes y no se puede repetir desempeño en el plazo de un año. Las sesiones son semanales.

  • El cargo es obligatorio y sin retribución.

 

 

Estas simples reglas bastan para ver que al Consejo de Hombres Buenos puede acceder cualquiera, sin título alguno que lo acredite, con tal que lo elijan sus convecinos como procurador (y éste es el antídoto contra la corrupción: conservar el buen nombre ante los iguales con los que se trabaja día a día). La elección por sorteo y la limitación a un mes al año en el ejercicio del cargo garantizan la proliferación de más y más hombres que en alguna ocasión han sido Buenos. Ahora bien, el cargo exige unas cualidades que pocas personas reúnen: conocimiento profundo de las normas por las que se rige la huerta; sabiduría para aplicarlas; probidad para no dejarse influir por ningún compromiso; criterio de justicia en pro de la convivencia; sentido del bien colectivo; templanza; equidad… Y, todo en junto y en resumen, la moral de la bondad, que el ejercicio en el Consejo te presta, que los demandantes esperan, que el consejero se autoimpone, como Hombre Bueno que es, y que todos reconocen en los demás, como si el invento extendiera a todos tal capacidad.

 

No me recreo en un recuerdo nostálgico de las gentes del pasado. Constato lo que no ha muerto ni puede morir. Simplemente me fijo con alegría en lo que en la personalidad benéfica hay de perenne, de humano, de perennemente humano; y que por tanto tiene utilidad aún hoy. El camino de la revolución contra el poder, por encima de malos y males, se recorre con alegría.



Antonio de Murcia, ENERO 2025.

 

1 Por casualidad en estos pequeños ejemplos los protagonistas son varones. Obviamente la bondad no es atributo característico masculino. También podrían figurar mujeres en esa lista. Pero resulta que éstas reunían en sí, además, otro rasgo importante: eran especialmente valerosas. Y ese tema, el valor, merece ser tratado en otra ocasión en un texto exclusivo.

 

2 El motivo es que su ámbito de actuación son los litigios relativos al uso del agua y a los trabajos comunes en la Huerta, y es un hecho que del trabajo en ella se ocupan tradicionalmente los hombres, en razón de que muchas labores requerían considerable fuerza física (tales como la cava a salta leva, la monda de los cauces, el riego nocturno, la escarda, etc.)

 

3 El terreno de la Huerta de Murcia (unos 42 kilómetros de largo por 14 de ancho), en cuyo centro se asienta la ciudad (medio millón de habitantes incluyendo sus pedanías) era un valle pantanoso creado por el río primitivo que no se terminó de desecar en su totalidad hasta el siglo XX.

 

4 Si la opresión económica fue germen de una forma de organización colectiva de los recursos comunes en estas zonas, en los valles entre montañas del noroeste de la región, hasta la sierra de Segura, fue la expansión exitosa de innumerables comunidades campesinas durante los siglos X al XII lo que hizo surgir gran cantidad de superficies de utilización comunal (montes, bosques, pastos, aguas, etc.). Historia de la Región de Murcia. Miguel Rodríguez Llopis. Editora Regional, 1998. Pag. 51.

 

5 En las fiestas de primavera se dedica un día a celebrar el Bando de la Huerta, un desfile por toda la ciudad con motivos huertanos; los otros 364 días están dedicados a destruirla.

 

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