Por Antonio Hidalgo Diego
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En un lugar de Barcelona, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un buen profesor llamado Julio César Miñambres. La ocurrencia que tuvieron sus padres el día del bautizo pretendía ser el acicate para que su vástago pasara a la historia conquistando las Galias, pero lo único que consiguieron fue depararle un final trágico. Si por fortuna a Miñambres nunca le asestaron veintitrés puñaladas y alcanzó una edad avanzada, consumió sus años explicando la historia que otros habían protagonizado. Para colmo de males, sufrió Julio César la censura y el hostigamiento de un senado conformado por funcionarios obedientes y modernosos que desaprobaban sus particulares métodos de enseñanza basados en el diálogo y el pensamiento crítico. Aunque era un hombre jocoso y divertido, valoraba la libertad y el conocimiento por encima de todo. Entre sus muchas ocurrencias, el catedrático de historia contemporánea nos exhortaba a leer, todo un atrevimiento en estos tiempos que corren. «¡Leed, leed hasta caer exhaustos!», nos gritaba sin piedad a las ocho de la mañana.
Horas después, servidor volvía a casa en metro, levantaba la mirada por encima del roñoso libro tomado en préstamo en la biblioteca y, efectivamente, no eran pocos los trabajadores y estudiantes que aprovechaban las horas muertas de ese no-lugar subterráneo para devorar algún libro. En honor de la verdad, tengo que señalar que, de todos los usuarios que cayeron exhaustos en los vagones, ninguno fue por leer en exceso. En la línea 5, ningún Stendhal se desmayó de gozo extasiado por la belleza de un párrafo bien escrito; en la línea 1, ningún Nietzsche enajenado cayó de bruces en el suelo abrumado por la violencia de un maltratador de animales. Muchos y muchas, más ellas que ellos, leían, aunque lo que sujetaban entre las manos no era La plaça del diamant de Mercè Rodoreda, precisamente, más bien novelitas con menos sustancia que el caldo de un geriátrico y con menos chicha que un loro.
Jamás hubiera imaginado Julio César (elijan ustedes cuál de los dos) que coger el metro en el siglo XXI sería como asistir al rodaje de una película de zombis. Al parecer, alguien debe haber devorado nuestros cerebros, pues cuando levanto la vista por encima de las páginas de mi flamante libro comprado en Editorial Bagauda (cuña publicitaria) contemplo con desazón cómo cientos de muertos vivientes agachan la cabeza en señal de sumisión al tiempo que toquetean nerviosamente la pantalla del móvil. Miran y miran y vuelven a mirar, los zombis en el metro… vídeos cortos estúpidos que el algoritmo ha seleccionado para ellos. ¡Esta imagen desoladora hace que añoremos las novelas de Ildefonso Falcones y deseemos comprar las de Elísabet Benavent! Bueno, no. Eso jamás.
En aquellos años noventa del siglo pasado, cuando estudiaba en la universidad, se volvió a poner de moda la música ska, así que en algunos garitos sonaba la canción del jamaicano Jimmy Cliff, You can get it if you really want, de 1970. «Puedes conseguirlo si te lo propones» es una de las mentiras más repetidas, junto a «mi perro no muerde», «yo te aviso» o «he leído el Ulises de Joyce». En 1996 aparecieron las Spice Girls para propagar el mantra del «Quiero ser», justo diez años después de que Conchita Velasco reventara nuestros tímpanos con su Mamá quiero ser artista. ¿Canta usted en la ducha? ¡Ya puede ser una cantante rica y famosa! (Porque saber cantar es lo de menos). ¿Una vez leyó una novela histórica y consiguió acabarla porque le gustó? Además de recomendarla constantemente y hablar de ella cada vez que alguien conversa sobre literatura… ¡Ya puede ser escritor! A estas alturas de la vida ya habrá tenido un hijo, se ha hecho demasiadas fotos con la criatura y esta se ha convertido en un aburrido juguete pedigüeño al que le deja el móvil para que no moleste; posiblemente ya habrá plantado un arbolito del que no se ha vuelto a preocupar y, seguramente, ha muerto. Solo le queda un objetivo en la vida: escribir un libro. «¡Delibes, apártate, que tengo un portátil y estoy dispuesto a utilizarlo!», estará usted pensando. Pero para que no se cumpla la ley de Chéjov y se atreva a usar ese arma de destrucción masiva con pantalla y teclado, haga caso al bueno de Bukowski, quien le recomienda desde su tumba: «Don't try». «No lo intentes».
«Por cada libro que se lee en nuestro país, se publican tres». La estadística me la acabo de inventar, pero mucho me temo que se aproxima cada vez más a la realidad. En un mundo de gente que mira el móvil, son pocos los lectores habituales, y todavía menos los lectores de obras clásicas y sesudos ensayos. Paradójicamente, en Editorial Bagauda cada vez recibimos más correos electrónicos con propuestas de publicación. Pese a que solo editamos textos por la revolución integral, casi todas las obras que nos llegan son novelas que no tienen más pretensión que el entretenimiento o, si reflejan alguna manera de ver el mundo, suele ser el manoseado y exhausto hedonismo progresista. ¡Aquellos que nos envían sus manuscritos, podrían molestarse al menos en averiguar a qué tipo de editorial están compartiendo sus retoños!
«Hoy la seño venía con su baby morado que nos ha dicho que usa todos los 8 de marzo, porque hoy es 8 de marzo y se celebra el día de la mujer (…) Y les he contado que a veces se quita el arcoíris de su cabeza, incluso que a veces la he visto llorar un poco, pero que podía ser porque para que salga el arcoíris se necesita un poco de lluvia, que ya lo hemos aprendido». Este mal trago que les he obligado a leer es un fragmento de un cuento torpemente escrito, recibido el pasado 12 de noviembre en el correo de la editorial. En la biografía que acompaña al texto, la autora refiere haber ganado diversos concursos y certámenes de relatos cortos y poseía, además de aparecer en una prestigiosa lista de escritoras feministas. Este es el perfil de escritor multipremiado por las instituciones académicas e intelectuales. ¿Todavía está planteándose ser escritor?
Unos pocos días después, el 17 de noviembre, recibimos en el mismo correo una novela que comienza de la siguiente manera: «El viento le hacía cosquillas en el pelo. “Ahí tienes una diferencia inteligente, para “cagar”, “mierda” y “pedos” tienen muchas palabras, pero nosotros tenemos un vocablo para ese olor nauseabundo que no es un pedo y que aparece vaporizado unos segundos antes de defecar (…)”». ¿Han entendido algo? Yo tampoco. Este García Márquez de chichinabo debería recordar que somos esclavos de nuestras palabras y responsables de nuestras obras. Escribir una pésima novela es un pecado menor. Tener el valor de enviarla a todas las editoriales del registro ISBN para su publicación, y que tantos otros lo hagan, nos indica que hemos perdido el rumbo como sociedad.
Mediocridad. Ignorancia. Soberbia. Incultura. Chabacanería. Feísmo. ¿Dónde queda el sentido del pudor? Recuerdo otra frase de Julio César (Miñambres, el profesor) dirigida a sus jóvenes feligreses, posiblemente la que más veces repetía desde su púlpito: «Quiero que seáis osados, que faltéis el respeto a la autoridad, que os atreváis a preguntar, quiero que discrepéis y que olvidéis el trato de usted. La vergüenza y el respeto son virtudes que se daban en el Antiguo Régimen, yo no quiero eso tan obsoleto y pasado de moda. Quiero que penséis». Podría suscribir la mayor parte de la consigna. Podría animarles a que escriban un libro valiente y comprometido que derrumbe los cada vez más endebles andamios mentales que sostienen el poder como, por poner un ejemplo, Nosotros en la hoguera, valiente y visceral obra de próxima publicación en nuestra editorial. Corajudos siempre, sin duda, pero sin perder jamás la vergüenza y el respeto, porque perder el respeto por el prójimo nos ha traído como castigo la admiración del urinario de Duchamp, arquitectos como Le Corbusier y ganadores del Premio Nobel de Literatura como Bob Dylan. Se equivocaba usted, señor Miñambres, se equivocaba usted...
El escritor es un espécimen egocentrista que escribe para sí mismo, no pocas veces alcoholizado. El escritor es un narcisista petulante con aires de sabio. La escritura es (era) un bonito arte, hoy desprestigiado por editoriales de centro comercial, torpes juntaletras y propagandistas al servicio del poder. La escritura es un mal necesario que se extinguirá cuando la cultura vuelva a ser oral y popular, cuando la palabra dada y el compromiso en actos tenga más valor que unas manchas de tinta en un trozo de papel.
¿Piensa escribir una novela? ¿Pretende dibujar personajes que tengan las virtudes y los atributos de los que usted carece? ¿Que se atrevan a hacer en el relato aquello que hubiera deseado y no ha tenido el valor de poner en práctica? ¿Por qué no escribe, mejor, el relato de su propia vida? ¿Por qué no ilustra un mundo repleto de los colores propios de las madres jóvenes y los sonidos de las voces de los niños que juegan? ¿Por qué no ayuda a escribir una epopeya colectiva de liberación y recuperación de la humanidad? Narremos entre todos la bonita historia de aquellos héroes anónimos que aprendieron a vivir al margen del Estado de bienestar, que renunciaron desprendidamente al trabajo asalariado, que defendían su casa y sus bienes comunales con las armas en la mano y que aprendieron a convivir entre ellos gobernándose a sí mismos.
«Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale».
Antonio Hidalgo Diego
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