La riada que viene

Publicado el 1 de diciembre de 2024, 12:24

Por Antonio de Murcia

[Tiempo de lectura estimado: 20 min.]

 

 

ANÉCDOTA CON MORALEJA

 

En ese otoño del 82 se había anunciado una gran avenida y el posible desbordamiento en la ciudad misma. Acababa de mudarme a un piso de San Juan, barrio lindero con el río. El edificio, de cinco plantas, estaba declarado en ruina, pero el dueño seguía tranquilamente alquilando los pisos, los cuales ofrecían un aspecto lamentable. Pero el alquiler era barato. A mi parecer la casa no se caía porque la sostenían las otras de los lados. Como toda la ciudad de Murcia se yergue sobre la arcilla aposentada durante millones de años en el centro del cauce del río primitivo, pensé que, si al final el Segura desbordaba y anegaba las calles, los cimientos no aguantarían y mi edificio sería el primero en venirse abajo. Así que me acerqué al paseo del río a echar una visual propia. El cauce venía bien lleno, no faltaría más que unos palmos hasta el borde. En general, el nivel del suelo de la ciudad está más bajo que el de los muros del dique de encauzamiento, que para algo se hizo. Pero —razonaba yo— más expuestas están otras partes de la comarca. Si el río puede desgastar fácilmente las motas de tierra de aguas arriba y aguas abajo, para qué va a molestarse en trepar los muros de piedra (que para eso se hicieron bien altos). Antes del encauzamiento (1951) una suave pendiente terminaba en la orilla del cauce donde la gente pescaba, trenzaba esparto y celebraba ferias de ganado; de solaz, en fin, en la arena de la orilla. Una larga hilera de magnas construcciones se suceden en la margen izquierda: un mercado de abastos, un centro de congresos, dos hoteles de postín, un instituto, dos hospitales, tres palacios (Almudí, Episcopal y Justicia), la Diputación, el Ayuntamiento y el Rectorado de la universidad. Y el Gobierno Civil, el centro de mando de las emergencias en ese momento. Así que, claro, la ciudad se inundaba cada poco y los arreglos para protegerla eran constantes desde su fundación doce siglos ha.

 

Acodado en el pretil —igual que un montón de gente—, y casi hipnotizado por el rápido y turbulento discurrir del agua marrón, permanecía indeciso. Exactamente a mi espalda quedaba la sede del Gobierno Civil, una casa de cuatro plantas con un jardincillo vallado. Indeciso, digo, y confiado en que no llegara la sangre al río. En estas me volví justo en el momento en que sale una comitiva del edificio susodicho. Veo que es el mismísimo gobernador, alto y con su pelo blanco, trajeado y encorbatado, flanqueado por los cuatro o cinco de los habituales guardaespaldas y chaqueteros así mismo trajeados y encorbatados. Le abren la cancela y con paso elástico cruzan todos la avenida casi desierta de tráfico. Los tiralevitas giraban continuamente el cuello hacia su sol. Atraviesan el césped del paseo y, para mi estupor, el potestas se encarama al murete y se agarra a la valla. A mirar el río como los demás mortales. Yo, ingenuamente —sin duda adoctrinado por las películas de catástrofes— daba por hecho que en las crisis el mandamás de turno se rodeaba de todos los medios habidos y por haber, humanos y materiales, para centralizar la información, integrarla y adoptar las mejores y más rápidas medidas. En este caso: el volumen de precipitaciones en relación al tiempo, el caudal resultante en los diferentes cursos de agua, la velocidad de los mismos, sus previsibles confluencias y el nivel de las aguas predecible en los lugares de peligro.

 

Esta visión de nuestros salvadores contemplando el río como gilipollas me quitó de golpe las dudas. Volví al piso a paso ligero. «Nos vamos a dormir a Torreagüera, en ca mi madre», le solté a mi compañera. El pueblo está recostado en la ladera de un monte de la cordillera sur del valle, un lugar poblado desde el neolítico, asentamiento con el río cercano para disponer a mano de agua, caza, pesca y frutos silvestres, altozano a salvo de crecidas donde dormir en alto y bien en seco.

 

Ese fue el día de la pantanada de la presa de Tous, que causó cuarenta muertos —malditos sean los homicidas— en las riberas Alta y Baja de Valencia. En esa ocasión el diluvio descargó 600 litros por metro cuadrado en las comarcas altas del Júcar. En la ciudad de Murcia el río desbordó mansamente e inundó algunas calles, sin mucho daño. Donde sí rompió fue nueve kilómetros más abajo, poco más allá de la desembocadura de su afluente el Guadalentín: en una curva pronunciada, derrumbó cien metros de su mota derecha (que en ese punto era un dique de piedra), destruyó idéntico trecho de la carretera que corre paralela (el Camino Viejo de Orihuela) y se lanzó a correr libre por los huertos en línea recta hacia Alquerías y la vega baja de Alicante.

 

Precisamente unas semanas después alquilamos una casa a diez kilómetros desde el centro de la ciudad, río abajo en su margen derecha. Era una casa vieja, pero barata. Se ubicaba (y ubica) junto al dicho camino viejo de Orihuela, en un meandro tan pronunciado que allí parece que el río quiera irse de vuelta. Las obras de reconstrucción de mota, muro y carretera estaban en marcha y para llegar a la casa era preciso dar un rodeo por caminos alternativos.

 

 

LA HISTORIA SE REPITE

 

Un día de otro otoño, otro octubre, cuatro años más tarde, los vecinos de la zona fuimos encontrándonos en lo alto de la mota vigilando la crecida, clavando varas en la parte interior del costón de tierra para medir la subida del nivel del agua. Con las últimas luces de la tarde vimos detenerse a nuestra altura un coche oficial del que desciende el mismísimo presidente del gobierno de la Región, de cuyo nombre no quiero acordarme, todo trajeado y acicalado; y con él los tres o cuatro sempiternos cortesanos igualmente acicalados. Suben el corto terraplén y se asoman a mirar el agua, como nosotros. Con las mismas, sin saludar ni decir una palabra, marcháronse en dirección Orihuela. No dejó mucha tranquilidad ver a quien se suponía debía estar coordinando desde su despacho a los mandos responsables de las alertas y los socorros pasearse por la huerta igual que los huertanos que ponen sacos terreros. Echando un vistazo.

 

Allí estábamos, como digo. Era una madrugada alegre, porque era distinta. Las casas y todo lo que teníamos estaban en peligro, pero los hombres estaban excitados y contentos de vernos allí juntos en la oscuridad, en una especie de fiesta inquietante y especial. Estábamos solos, alegres y unidos frente a la amenaza del imponente río, sin esperar ayuda, ni instrucciones ni órdenes de nadie. Rivalizaban en risotadas y en barbaridades a propósito de las noticias que iban llegando del frente de la crecida: «¡En Mula se ha llevado el agua VEINTE camiones cargados de balas de paja!»; «¡de Alhama vienen flotando CUATROCIENTOS cerdos muertos!»… Pero sólo veíamos pasar navegando en las sombras las baldomeras de cañas y ramas, con las pollas de agua en lo alto viajando impasibles, como de crucero. Se oía poderoso el sordo rumor de la corriente. Las bromas y las risas resonaban en la noche. En las casas la gente permanecía en vela, vestida para salir corriendo en cualquier momento. Al amanecer los palos mojados nos mostraron la evidencia de que la crecida no menguaba. «¡Va a romper!». El Guadalentín habría juntado el pico de sus aguas con las del Segura a dos kilómetros arriba y era inevitable que se rompiera la mota en un punto u otro. Nos dispersamos en el acto y cada mochuelo volvió corriendo a su olivo.

 

«¡Nos vamos!». Mi compañera (sí, la misma a la que ya había salvado cuatro años atrás de morir sepultada entre cascotes) había puesto en alto la ropa, libros, discos que había podido, y salimos deprisita con la moto en la mano. El Segura corría ahora derecho por los huertos, hacia Alquerías y Beniel, y había dejado aislada nuestra casa en el recodo del río. La lengua de agua era muy ancha, como de un kilómetro, y nos llegaba a las ingles, al depósito de la moto y al cuello del Sombra, un perro grande y alto, mixtura de perro lobo y pastor alemán. Intentábamos adivinar la línea del centro del camino, que era la ruta más alta a la que podíamos aspirar. El Sombra iba contentísimo de ver tantas novedades pasar sobre la superficie a la altura de sus ojos y tuvo la veleidad de apartarse a mirar de cerca una pequeña baldomera que pasaba; entonces se hundió entero por la derecha del camino. Después de eso ya iba concentrado, con el hocico en alto, y no se separó de nuestra estela hasta llegar a seco.

 

Efectivamente, se había vuelto a derrumbar, en el mismo lugar que cuatro años atrás, el muro de piedra recién reconstruido. En estas inundaciones de tanta agua por todas partes se ve muy claro que medio millón de pobladores vivimos sobre un pantano desecado. Es triste no querer que en Murcia llueva.

 

“Episodio de la inundación de Murcia”

Óleo del valenciano Antonio Muñoz Degrain. Museo del Prado

 

 

CON PERSPECTIVA

Murcia en la Riada de Santa Teresa (1879)

Grabado de Gustave Doré a partir de fotografía de Juan Almagro

 

El territorio mediterráneo ibérico es dado a riadas, crecidas, desbordamientos, avenidas, rambladas, inundaciones, salidas de madre en definitiva. Preferentemente en las primaveras y los otoños. El régimen de lluvias así lo dispone. Los sedimentos arrastrados y depositados por estos fenómenos a lo largo de millones de años han formado fertilísimos valles. Las riadas producen siempre desastres, algunos tremendos, muchas veces con víctimas humanas. Las inundaciones extendidas, sin embargo, mayormente significan renovación de la fertilidad con los aportes de aluvión. En el clima semiárido del sureste peninsular esto supone también desertización del monte por pérdida de suelo.

 

El Segura y sus afluentes se salen de madre habitualmente. Una somera pesquisa (no exhaustiva) constata una infinidad de riadas en su cuenca. Desde su fundación en esta zona pantanosa (año 825), la ciudad de Murcia ha sufrido inundaciones frecuentes, como lo evidencian las continuas obras de ingeniería ejecutadas desde el principio para controlarlas. Pero en el siglo XIII sólo hay registro de dos riadas, las más gordas; en el XIV de tres y en el XV de nueve. Pocas sin duda, parvedad atribuible a la falta de noticias sobre ellas. Del s. XVI se registran 14; 27 en el XVII; 37 en el XVIII; 53 en el XIX y 81 en el XX. En el actual ya llevamos 16 hasta este año. El aumento de frecuencia, acelerada en los últimos siglos, no puede deberse solamente al mejor rigor en el cómputo; contribuyen sin duda factores climáticos y ambientales, tal vez cíclicos de onda larga, tal vez nuevos. Pero el hecho se mantiene inamovible: los valles cultivables han sido hechos por las aguas. Y las aguas reclaman lo que es suyo, sin importar el plazo.

 

En cuanto a la magnitud de los daños, entre las más graves aquí están las de San Calixto (1651), con mil muertos y mil casas destruidas; sólo dos años después la de San Severo, otros mil muertos y dos mil casas arrasadas; la de Santa Catalina (1802), 608 muertos y 809 casas; y sobre todo la de Santa Teresa: la noche del 15 de octubre de 1879 sonaron de una punta a otra de la huerta las caracolas de aviso de la avenida, pero no se pudo evitar que perecieran más de mil personas y 22469 animales y se devastaran 5762 viviendas. Justo un año más tarde (14/10/1880) se perdieron 178 personas, 14000 cabezas de ganado y 3000 casas. En el último siglo y cuarto la más letal fue la de 1973, con más de 100 muertos en Puerto Lumbreras (y otros tantos en Almería y Granada). En 1947, la Rambla Salada arrasó 100 casas y produjo 12 muertos. En la centuria presente “la dana” de 2012 causó cinco muertos y la de 2019, ocho.

 

Respecto a la duración, parece que la más larga en Murcia ocurrió en 1259, pues transcurrió de agosto a diciembre. Otras famosas por esto son la riada de 1890, que duró 43 días; la riada de los 70 días, durante febrero, marzo y abril de 1917, y la riada de los 80 días, en los mismos meses de 1924.

 

En cuanto a caudales discurriendo no hay mediciones antiguas, pero tal vez de los mayores sean los más de 2000 m3/s alcanzados en las riadas de Santa Teresa, en otra de 1921 y en la de 1973 en Puerto Lumbreras. En precipitaciones son de récord las mediciones de 145 litros por metro cuadrado (Jumilla, 1986) descargados en media hora y los 600 en Lorca (Riada de Santa Teresa) en una hora. En la comarca del Mar Menor cayeron 490 l/m2 (1989) y en la más reciente de 2019 se midieron 300 en El Albujón, 400 en Jacarilla y 520 en Orihuela.

 

Claro que esta maldición de los dioses de la lluvia no es exclusiva del mediterráneo, porque todas las aguas pueden muchiguar y anegar, con consecuencias terribles. Así ocurre algunas veces en Castilla, en Galicia, en Aragón, Extremadura, Andalucía, etc. (y en toda centroeuropa). En 1983 la crecida de la ría de Bilbao provocó 34 muertos y 5000 evacuados. Los barceloneses recuerdan la riada del Vallés Occidental en 1962, en la que no se pudo determinar siquiera el número de víctimas mortales (¡entre 600 y 1000!). Y también queda en la memoria la crecida del Turia de 1957, con 81 muertos. Dicho sea de paso (y siempre), malditos sean los poderes que promueven que estas calamidades produzcan tanta herida.

 

 

SIN NOVEDAD

 

Por lo que llevo dicho, parece que esta tragedia de Valencia sólo es una más como las que llevo relatadas. Incluso ha venido el rey, como Alfonso XII vino a Murcia tras la catástrofe de Santa Teresa e igual que Franco visitó los pueblos del Vallés en 1962. Hay cosas que no cambian. También se repite la incompetencia —si acaso un tanto más escandalosa— de los agentes estatales, la reacción tardía, la negligencia criminal, el caos informativo, la deficiente movilización de los socorros. Vuelve a estremecer la indiferencia ante el dolor de la gente, dedicados como están sin vergüenza a escupir la sangre del pueblo sobre los rivales del momento. La verdad es que nunca los gerifaltes se han sonrojado ni por provocar desastres ni por su incapacidad para evitarlos (recordemos aquí las guerras mundiales). El Estado vuelve a mostrarse como el más frío de todos los monstruos fríos. Pues no sorprende que el Estado busque acrecentar su poder sacando partido al dolor —hasta el sacrificio de millones en las guerras le sirve para ello. Ante todo ladrón de los bienes del pueblo, sólo reparte limosnas, y eso en tanto le reportan prestigio, autoridad, omnipotencia.

 

Igualmente, la tromba caída es descomunal, pero no inaudita en el levante. Yo no sé si el aparato del Imperio, ejércitos o Corporaciones, tiene la capacidad de provocar y dirigir un diluvio, o para conjurarlo; sí sé que aspiran a ello desde hace décadas mediante programas de geoingeniería con fines militares y económicos (los mismos fines que el desarrollo de armas biológicas). Capacidad para manosear la atmósfera hay de sobra, pero otra cosa es determinar sus efectos en un sistema de carácter dinámico caótico, como es el caso de la atmósfera, y los “daños colaterales” imprevistos. Y aún menos puedo dictaminar sobre la responsabilidad que los estragos causados al medio natural tienen en las catástrofes climáticas. Pero sí me consta que se implementan las condiciones para que ocurran calamidades y me consta el uso político del desastre y del trauma consiguiente.

 

(En Diario Español de la República Constitucional)

 

Tampoco son novedad los “mensajes de Estado” vertidos en esta ocasión. Ya hace años que sufrimos el empeño en que sintamos terror por todo elemento natural: el aire (infectado), el sol (cancerígeno), el mar (recalentado), el verano (mortal), el invierno (ídem), el fuego, el viento, la lluvia, los murciélagos, los monos, el pangolín… todos son enemigos. Están emperrados en que odiemos todos esos espantos y en que expiemos nuestra culpa mediante el sacramento de la obediencia a nuestros salvadores1. “El cambio climático mata”; obedeced en todo, idiotas.

 

Los Medios de Manipulación de Masas, han cumplido esta agenda terrorista voceando: “jamás se ha visto una cosa igual”, “el mayor desastre que se recuerda”, “niveles pluviométricos históricos”, «la riada más grave de la que hay memoria”, «destrucción sin precedentes», «devastación histórica», etc2, en plan fin del mundo apocalíptico inminente (si no doblamos la cerviz). Los MMM, en su línea de vileza, han servido también para intoxicar con las cifras de muertos y desaparecidos con el fin de que cada cual especule según sus intereses. Primero, porque a mayor cantidad de víctimas del sacrificio, por ficticias que sean, mayor impacto. Y en segundo lugar, porque lanzar números sin rigor cumple, como un hueso que se echa a los perros para distraerlos, una secuencia de objetivos que ya ensayaron en la pandemia: conmocionar — confundir —inducir a la sospecha — fomentar especulaciones — sembrar discordia y, al fin, desacreditar toda información horizontal.

 

 

ESTA VEZ ES DISTINTA

 

Los buenos sentimientos de la gente común siempre están presentes; así lo quieren todos los dioses y naturaleza. Cierto que tales sentimientos pueden ser corrompidos, manipulados y utilizados para un fin perverso. En el suceso del Prestige, los MMM convirtieron la disposición de los jóvenes en un espectáculo contra la mala gestión del enemigo político en el gobierno. Y, de paso, los halagaron exhibiendo como heroica lo que no era más que una excursión de fácil aventura. Veinte años después, con la campaña de donaciones a Ucrania, la compasión humana fue encarrilada durante unas pocas semanas en una operación propagandística contra el enemigo ruso. De paso, la trocaron en una barata tranquilidad de conciencia por el poco precio de desembarazarse de las prendas que estorban en casa. Explosiva está siendo la manipulación sobre el candor de la juventud contra “el cambio climático”. Y de paso, los hacen sentir protagonistas de una buena causa mientras están siendo utilizados para espurios fines.

 

En la tragedia de Valencia, tan rápida y sorpresiva, la reacción popular no pudo ser desvirtuada tan fácilmente. La dimensión del desastre corrió por medios digitales y boca a boca, de forma horizontal. En reacción rápida y espontánea, miles de personas a solas o en grupos (¡tantos jóvenes!) tomaron la decisión inmediata de acudir en socorro. Esas inmensas riadas de gente, con sus pobres medios, son lo único luminoso entre tanta desgracia.

 

El contraste con la actuación de los estamentos del Estado es tan notorio que no han podido menos que alarmarse. Desde las altas instancias han intentado neutralizar el ejemplo de la manifestación popular de generosidad por todos los medios. Exhibiendo los robos y saqueos como la demostración de la maldad humana en la desgracia. Presentando la ayuda de la gente como impertinente, un estorbo para el acceso de la “verdadera” ayuda. Intentando transformar, como en un truco de magia, la fraternidad humana en una directriz organizada desde Arriba. Vieja aspiración de todos los totalitarismos: prohibir todo lo que no esté mandado y decretado.

 

«He venido para mostrar que el Estado está presente», declara el monarca con el fin de salvar la cara y protegerse del fenómeno amenazador que representa un pueblo que prescinde del Estado.

 

Y el presidente del gobierno: «Todos somos Estado», como si los que acudieron a Valencia lo hubieran hecho en calidad de funcionarios. Vieja aspiración de todos los totalitarismos: infundirnos la fe de que Él nos ha creado.

 

Se está produciendo una verdadera pugna espiritual entre la conciencia profunda del pueblo y el afán del poder por destruirla. Por ahora no han conseguido sofocar la alegría, incluso en el más doloroso trance, de saberse unidos.

 

El Estado es un crimen contra el pueblo. Si el Estado es un monstruo frío, en el corazón popular arde el fuego de la rebelión, que no puede ser sofocado. Los jóvenes no olvidarán lo que ha pasado aquí porque los actos de amor no se olvidan. Esta es la riada que necesitamos, la riada que viene.

 

Antonio de Murcia, noviembre 2024.

 

 

Se esfuerzan en que asimismo odiemos a los dos sexos, a los niños, a los fetos, a los negros, a los blancos, al violeta, y hasta al arco iris. Y en que amemos el suicidio.

 

2 Para favorecer la sensación de excepcionalidad sobrevenida, los informativos del tiempo cambian periódicamente el nombre a las tormentas (dana, gota fría, ciclogénesis explosiva, antes borrasca, chubasco, aguacero), que nos presentan la ciencia meteorológica revestida de un prestigio ignoto a la par que protector.

 

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Comentarios

María José Grasa
hace 18 días

Muy vívida y bien narrada la aventura de tus encontronazos con las corrientes. Los de arriba repiten su papelón, pero estoy contigo en que en los últimos tiempos las manipulaciones de los Estados en las catástrofes se intensifica .Parece que no pueden controlarlo todo y no contaron está vez con la movilización solidaria que siendo un ejemplo ,ala vista de todos, de lo que puede hacerse por iniciativa popular, llene de desprestigio al Estado y nos haga recordar nuestra naturaleza libre y amorosa.