Las verdades del carbonero

Publicado el 1 de agosto de 2024, 21:04

Por Alfredo Velasco, lector de VyR

Tiempo estimado de lectura: 8 min

 

Creo que la frase figurada del título, en francés, es equivalente a la que se vierte en castellano como “las verdades del barquero(las chicas bonitas no pagan dinero)”, pero prefiero encabezar el presente texto con tal supuesto galicismo para asociarlo a la navideña costumbre de que, los que habían sido malos todo el año, recibían carbón por parte de los ínclitos Reyes Magos. Un carbón, no de Asturias y sus huelgas mineras, sino dulce, oscuro y pringoso (comestible). Y ya recordando tiempos pasados, como estudiante carota, pícaro y con la primavera hormonal adornándome como cerezas en las orejas, los malos aquietadores de codos teníamos otra cosa que se llamaba “Septiembre”, que era mes de segundas oportunidades universitarias para superar las asignaturas que no habíamos aprobado ese fin de curso. Y, al igual que bajar la basura permite lucir palmito en chándal, “septiembre” era una fuente oscura, pegajosa y dulzona de verdades que no se cosían en páginas firmadas por ningún maestro.

 

Te reencontrabas con los compañeros al hogar de unas cervezas en bares pequeños, dando clases magistrales de veranos sin abrir los libros, repletos de excusas de su vagancia y amplias vidas sociales festivas que solían incluir el intranquilo Eros con las contemporáneas de estación sexual y las carcajadas de la edad en que no conocíamos de primera mano las enfermedades del mundo ni nos considerábamos réprobos de su status quo. Tras el asombro sobre algún compañero que había practicado sexo con alguien de la propia acera y suponía un “shock” que ni de los de Naomi Klein, nos reafirmábamos en la común lección sentimental de la espera del unicornio y la colectiva radiografía física de las conocidas, mas prosaicas y carnales. Solos en casa, con compañeros que tenían apuntes de coger y llevar, y en un país lleno de agua de fuego para desatar lenguas más allá del recitado estudiantil, la amistad mosqueteril y comunista a lo Dumas alejaba el mal fario de las notas insuficientes y la pequeña hipocresía de que algo habíamos supurado de los libros de texto. 

 

Uno de esos años, me tocó enfrentar mis binoculares con la Constitución Española de 1978. Había “dejado” para septiembre la asignatura de Derecho Político y, con prudencia, me adentré en la asimilación de los  artículos patrios de la “grandeur” democrática que me había permitido acceder a la educación superior en una universidad pública. Pero, cual carbón merengado, al leerla noté la falta de amparo jurídico del reconocimiento de la economía de mercado que, a mi juicio crítico, hacía de la letra pequeña vigente en la sociedad y no constitucional que el resto de derechos fueran papel mojado frente al poderoso caballero de Quevedo. Se reconocían derechos y obligaciones fundamentales que eran pan comido en una sociedad desigual en la que el dinero era el medio puro, la mercantilización casi absoluta, y la vulnerabilidad de las contingencias vitales, lo previsible. Para mi, el capítulo sobre la Corona podía rellenar páginas de color róseo, que el periódico salmón era el rey de la vida real. El mayor pecado nefando para un aspirante a jurista era la inconstitucionalidad pero los derechos derivados del Capitalismo no figuraban ni por asomo. 

 

Me autoconciencié de aquel fallo de la estructura jurídica elemental aún sin haber oído de corruptelas, impagos salariales, pelotazos, cárcel por deudas, etc Posteriormente a aquel carbón tardoveraniego, leí un texto del primitivo anarquista Proudhon que si contenía unos simples y brutales derechos fundamentales del Capitalismo explicitados en toda su radical crudeza. El derecho mayor del Capital monopolista era el derecho de lucro. Una extraña magia hacía creer que la economía prosperaba porque existía el derecho de obtener beneficios, justificado en que los inversores del capital arriesgaban éste a pérdidas si iban mal sus negocios. Empero, pronto supe que el dinero es lo más conservador que existe y va a lo seguro. Sólo arriesgan su capital los pobres, pues los grandes tienen mil trampas y letras pequeñas para hacer, simplemente, del transcurrir de su tiempo en oro. Más adelante supe que el beneficio surgía de la explotación de los pobres (de su ingenio, sudor y sangre), y que del dinero no sale la riqueza sino que, el capital, es trabajo muerto.  Proudhon proponía eliminar ese derecho de lucro, injusto y poco innovador, y determinar los precios por el coste social de los productos necesarios. Nadie se enriquecería, ni habría bienes de lujo, pero todos tendrían cubiertas sus necesidades sin explotación y a cambio del trabajo, única fuente real de riqueza. 

 

El segundo derecho del teórico galo era que regía la desigualdad en los intercambios. La ley de la oferta y la demanda, la determinación de los sobreprecios, el dominio del mercado o de otros mercados, etc hacía que, en esta vida en que nos viene todo dado, de una guerra a la factura de la luz, era permitido y favorecido que los cambios de bienes no fueran socialmente justos ni determinados por el coste y la necesidad social sino por el  capricho del monopolista. La sociedad reproducía su desigualdad económicamente y, como dice el refrán de los magnates sumamente acaudalados, “lo difícil es ganar el primer millón de dólares”. 

 

Y, finalmente, el tercer derecho del decimonónico autor se disponía por la apropiación gratuita de las fuerzas colectivas. Un individuo, por si solo, no puede construir un puente, ni edificar una casa, ni aprender medicina, ni hacerse unos zapatos, etc. Todo eso lo permite la vida en sociedad. Pero las fuerzas colectivas son un coste que no sufrabgan los ricos capitalistas y les sale gratis. Ellos pagan sus cada vez menos impuestos al Estado y, el Estado, les permite apropiarse de la energía social sin contraprestacionarla. Si todos nacemos bebés, enfermamos, envejecemos y morimos, precisameos para ello a las fuerzas colectivas que nos amamanten, curen, cuiden y entierren. La verdad del carbonero es que no existe eso que los anglosajones llaman “hombre hecho a sí mismo” pues, esta circunstancia, precisa del humilde y callado hacer del resto de la sociedad y sin su oposición. Sin la sociedad y su actividad no somos nadie, así de rotundo y fúnebre. 

 

El ácrata Proudhon consideraba el mutualismo o  la reciprocidad social lo justo y adecuado para las comunidades humanas. Y estos tres aspectos del capitalismo eran el tridente luciferino de la desarmonía económica humana. Su denuncia era la virtud socialista que promovía la regla de oro de “haz a los demás lo que quieras que ellos te hagan”. 

 

Años más tarde, conocería la famosa frase histórica de Margaret Thatcher: “No existe la sociedad. Solo los individuos. Y su familia”. Una frase tan necia que condensa la estulticia del flipado que cree que la libertad es flotar en el espacio exterior con un narcisismo elefantiásico y por arte del propio ombligo. Empero, como en cuestión de estulticia, la última era contemporánea es de traca: guerras, enfermedades curables, hambre, egoísmo, crisis económica, etc concluí mis razonamientos de carbonero que, el elemento que hace que nos olvidemos de todo lo bueno y lo malo que nos constituye es el dinero. Y que tiene más mérito y espíritu sobrevivir como la mayoría de la Humanidad a diario con menos de dos dólares que ser el beneficiario de una colosal fortuna y morir en el intento (de malgastarla). A esos dos dólares los míseros les sacan chispas y, a los billones, los millonetis solo un ego inflado al cubo, entre otras maldades. Que cuenten su dinero los ricos a ver si el dinero cuenta con ellos mientras los mansos celebran la vida con sus bolsillos rotos, pura energía de humana experiencia. 

 

En fin, que hecha la ley, hecha la trampa. Y si la moda solo le da para llamarme “comunista”, a palabras nazis, oídos rojos. Si el “anarcocapitalismo” a lo Javier Milei pone de moda el “que hay de lo mío” y mi “libertad financiera” con crueldad por los pobres, prefiero loar al Papa Francisco que, al lado de esa bestia ártica es un oso blanco de humanidad. Pues lo que nos alza de la animalidad carroñera es la compasión y todos sabemos de la injusticia del dinero. 

 

 

Alfredo Velasco  

 

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