Por Antonio de Murcia
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Ya volvió la burra por donde solía. Vuelve la burra al trigo, como se dice o decía. Habemus Gobierno Nuevo, nuevos (más o menos) parlamentarios y ministros, o séase nuevos personajones para uno de los Centros desde donde el Poder controla y destruye nuestra vida. Que serán nuevos lo suponemos, ya que este editorial fue escrito antes del gran día de la Fiesta de la Democracia, 23 de julio de 2023, lo cual no es impedimento para analizar el resultado, sea cuál sea el que haya sido.
En fin, damos por hecho que habrá otras caras para la misma obra. Cada cuatro años se le da a la Ciudadanía la oportunidad de elegir entre la oferta de partidos que se le presenta. “Ejercer el derecho al voto”, que se llama. En tal ocasión, cada uno, votando la renovación de los mandantes, cree estar decidiendo algo. Algo sustantivo, sustancial, con sustancia. Con tal cortinilla de humo se tapa el verdadero carácter de la Votación: elegir unos Representantes que tomen las decisiones públicas. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos. Así son las reglas del juego democrático. Y eso es lo que es: un juego, nada serio.
En la emisión del voto nada hay de duda, nada de discusión sobre las tareas del ser social. En el acto de votar por un representante, la persona abandona su complejidad —la difícil disquisición sobre los asuntos públicos— y se convierte en unidimensional, un individuo, un número, un algo computable. En la cabina de votación, a solas cada uno consigo mismo, se dispone uno para el fenómeno de la identificación con el Partido, con el Candidato, con el Personaje. Esta identificación conlleva la esperanza de gratificación, aunque sea por un ente interpuesto: “hemos ganado los nuestros”, como quien dice. Elegir así es una especie de transmutación alquímica. “Hazlo tú por mí” se le concede con el voto al político elegido. Por tal Acto, el Individuo renuncia a su soberanía particular y el pueblo en su conjunto entrega su poder.
Si alguna vez las elecciones representaron la esperanza de que se escuchase la voz de los oprimidos en los centros de poder, o de alcanzar poder político, o incluso la posibilidad de cambiar las cosas, tal ilusión se desvaneció muy pronto. En los Estados llamados occidentales las clases dominantes conjuraron tal peligro ideando crear una falsa alternativa: ofertar dos opciones equivalentes bajo máscaras distintas. Dos opciones que serían alimentadas con los necesarios recursos financieros. Las opciones se resumen en la dualidad “izquierda”/“derecha”, con pseudónimos distintos según el país y la época: republicanos/demócratas (USA); conservadores/laboristas (RU); gaullistas/socialistas (FRA); demócratacristianos/comunistas (ITA); demócrata cristianos/social demócratas (ALE); conservadores / liberales (en España, tras la Restauración) y populares/socialistas (tras la Transición); etc. etc. En todos los países se estableció una especie de “turnismo” por el que ambas opciones tornaban a ejercer el gobierno igual que algunos pájaros regresan a sus nidos de antaño.
Claro está que el sistema se completaba con muchísimos partidos de variado pelaje ideológico y/o geográfico, partidos pequeños de aquí o de allá distribuidos por las “alas” a izquierda y derecha del eje bicéfalo: llámense centristas, radicales, reformistas, nacionalistas, comunistas, verdes, extremaizquierda, extremaderecha, etc., los cuales, según la coyuntura, aúpan a una u otra de las dos cabezas siamesas destinadas a ganar siempre. Estas constelaciones de partidos segundones con que los sistemas se adornan sirven a la ilusión de una variedad rica en posibilidades. El éxito de este simulacro de democracia ha sido grande en el último siglo y medio, a despecho de algunas aberraciones. El dominio político y económico se ha mantenido incólume; y creciendo.
Visto lo visto una y otra vez, generación tras generación, ilusión tras ilusión, crece en uno la sana determinación de mantenerse en la abstinencia. Alrededor de un tercio de los llamados ignora sistemáticamente la convocatoria a la “cita con las urnas”, salvando así el honor y la cordura del pueblo. Ahora bien, la abstención por sí sola no es más que una acción pasiva contra la falsa democracia. Sin efecto práctico incluso aunque llegara a superar el 50 %. Es cierto que en ese caso se propiciaría una cierta deslegitimación de los cargos públicos, un cierto revuelo, una cierta necesidad de afirmar el mandato legal de la minoría votante. Pero en todo caso los recursos coercitivos del Estado seguirían vigentes con toda su fuerza y el estatus quo se mantendría igual. Pero, en fin, algo es algo, y por algo se empieza mientras las manos trabajan en construir la democracia a escala humana, directa y decisoria, la democracia del común, el poder del pueblo.
¿Se nos olvida algo? Ah, sí, las elecciones en España en este julio de 2023. Los resultados, como ya sabe el descreído lector, son habas contadas, siempre más o menos los mismos.
En caso de que haya ganado el PSOE, tenemos una prórroga de cuatro años del servilismo más abyecto bajo el Imperio Atlántico, a sus capataces en Europa (La Comisión), a su Ejército Imperial, a sus Transnacionales y a sus estrategas de ingeniería social. Cuatro años es tiempo suficiente para que nos aneguen en otra epidemia de terror y para postrar a las poblaciones en la completa dependencia económica y alimentaria en base a un ecologismo facistoide. Seguramente deberá apoyarse en algunos mini-partidos, como el llamado SUMAR (calificado de “comunista” por sus adversarios de la derecha en un torpe intento de asociarlo a los regímenes así llamados, cuando no es más que un subproducto woke), o a los “separatistas” o “nacionalistas”, todos los cuales comparten el espíritu de sumisión a los dictados del nuevo antiguo orden.
Si ha ganado el PePé, lo mismo, con los mismos, o en compañía de otros. Quizás, de momento, con menos entusiasmo en publicitar los dictámenes de las nuevas políticas. No por falta de convicción, desde luego, sino por el temor a perder algunos votos de sus caladeros conservadores. Y, lo más probable, en asociación con VOX, ese partido nacido para ejercer una pequeña crítica a la imposición de la Agenda 2030 y para dominar la resistencia a la misma, a la vez que proclaman su devoción al glorioso Estado Español y a la filosofía capitalista más añeja.
La verdad es que en esto último hay bastante unidad: desde esta humilde revista vaticinamos que todos los diputados y senadores de todos los partidos que han obtenido representación parlamentaria profesan un ferviente amor por el Estado y agradecen debidamente las ayudas que el Gran Capital presta a sus intereses. Todos sin excepción se han retratado, por si alguien esperaba algo distinto, en estos pasados años. Por ejemplo, todos consintieron y apoyaron los crímenes de Estado contra los ancianos y enfermos; ninguno clamó contra la prohibición de velar a los muertos, ni contra la inculpación de los niños por matar a sus abuelos si desobedecían la prohibición de visitarles; partidos de diferentes colores abogaron por que el Estado hiciera obligatoria la inoculación… En fin, larga es la lista de sus infamias, pero, en resumen, desplegaron un verdadero programa electoral unitario de traiciones a sus propios pueblos.
No hay esclavitud más vergonzosa que la voluntaria (¡Ay, Séneca, tus palabras mantienen su verdad demasiado tiempo!). Pero no es impensable que algún día, en ciertas condiciones, en alguna crisis profunda, la gente asuma la responsabilidad de la vida política, caiga por fin de la burra y deje de echarla al monte. Habrá que plantearse qué hacer entonces, es decir, qué hacer ahora. Pero ese serio asunto lo dejaremos para el mes que viene.
22 de julio del año 2023.
Antonio de Murcia
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