Por Antonio de Murcia
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Para el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
…
Para el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.
…
Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.
Toda gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.
…
Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.
La madrugada del seis de enero mis hermanas oían retumbar cascos de caballos en las piedras del patio. Dormíamos los tres en el mismo cuarto hasta que fui demasiado mayor; ellas dos en la cama grande, yo en otra pequeña. Esa noche hacíamos todo lo posible por permanecer despiertos aguzando el oído para escuchar la llegada a nuestra casa de los reyes magos. En algún momento, la mayor, muy agitada, decía con voz sorda: «¡Ya están aquí! ¿oís los caballos que están saltando la tapia?, ¿los oís, los oís?». «Sí, sí», atestiguaba la otra. (Para nosotros venían a caballo, no sabíamos muy bien que era eso de los camellos). Yo desde luego no oía nada, pero estaba seguro de que ellas sí. Y a la mañana siguiente todas mis dudas quedaban despejadas. Allí en la ventana estaba mi traje de pistolero del oeste, con chaleco, sombrero y revólver; o el caballo de cartón, o la bicicleta de tres ruedas, o el camión de transporte, o los muñecos, o la guitarra chica; y siempre el carbón dulce, el mazapán, las peladillas… Y luego salía por el barrio con mi regalo y la gente, los vecinos, todos preguntando y celebrando lo que me habían traído los reyes… Y los críos del barrio, una legión, enseñando sus juguetes de reyes…
Después, con el pasar de los años, la sospecha primero, luego la duda, las discusiones con los zagales mayores, y al fin la evidencia: no hay Reyes Magos, los Reyes son los papás. Nada traumático, sólo una decepción y un poco de nostalgia. Por mucho que nos resistamos, llega un día en que ya no creemos en los Reyes Magos de Oriente, pero desde ese momento todos pasamos sin que nadie nos lo exija a ser nuevos reclutas del complot y de la «omertá».
Porque este es el regalo mágico: la confabulación universal de todos los adultos, apenas se llega a la pubertad, protegiendo… ¿qué? ¿la inocencia infantil? ¿la fe en la magia? ¿los regalos sorpresa? Pues no; yo creo que lo que se preserva con este cuento, con esta fábula, con esa mentira colosal, mundial, unánime, es el disfrute de la alegría pura, estirándola todo el tiempo posible. El regalo anónimo, de nadie y de todos, del júbilo genuino con una obra de teatro de estreno mundial cada año.
Bien. Es cierto que el negocio del mercado ha sepultado, desde hace bastantes lustros, la dicha del día de reyes bajo el peso abrumador de toneladas de regalos para cada niño. Así han convertido al niño en consumidor y consumido. Pero este proceso, que ha ocurrido con todas las celebraciones populares, no ha de servir de coartada a los que declaran que «no hay que mentir a los niños con los reyes magos». Los tontos del espóiler. Vaya panda de racionalistas de pacotilla, qué trampantojo tan trillado; o peor, qué anticlericalismo más barato. Los males vienen solos, no hace falta adelantarlos. A no ser que una secreta envidia impulse a convertir cuanto antes a las criaturas en tristes adultos, tristes pedantes que se vanaglorian de poseer lo que consideran el saber supremo: que dos y dos son cuatro.
En el poema del inicio, Las abarcas desiertas, del que he extraído unas cuantas estrofas, el poeta del pueblo Miguel Hernández nos transmite la desolación del niño («menor que un grano de avena») al recoger de la ventana sus zapatos tal y como los había dejado, vacíos. Es el vacío de un mundo humano indiferente y brutal, regido por la gente de trono y de botas, vacío manifestado en el desprecio a unas humildes abarcas de niño pastor. Abarcas desiertas, como desierto de amor el mundo. Desiertas abarcas, corazones desiertos, mundo de hombres desierto de hombres. No es este mundo una juguetería, está claro, y menos el mundo de miel que el niño anhela.
Pocos años más tarde, desde la cárcel en que el mundo de hierro lo ha confinado, el poeta escribe una carta a su hijo de ocho meses. Nanas de la cebolla es un poema en seguidillas cuya esencia reside en el intento desesperado de rescatar la última esperanza: la risa de niño.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
…
Y en la siguiente estrofa:
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
…
Y a continuación:
Es tu risa la espada
más victoriosa.
…
La octava seguidilla dice:
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Y la última:
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla;
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
¿Está expresando el poema la voluntad de un padre decidido a mantener a su infante en la inopia, sobreprotegido en una plúmbea inconsciencia, ajeno a los males del mundo como un eterno Peter Pan mecido con ilusas nanas? ¿De qué sueño no tiene que despertar? ¿Por qué debe mantenerse firme, sin derrumbarse, en la determinación de ignorar la realidad? ¿Qué clase de razones, componendas, resignaciones, debe, por su bien, rechazar? ¿Qué saber es ése al que hay que resistirse? ¿Qué clase de pájaro es esa risa a la que debe defender pluma por pluma? ¿Es la risa algo más que una metáfora o licencia de poeta? ¿Es acaso la alegría una fuerza creadora de mundos? Y, ¿qué clase de mundo pueden crear los tristes, los bocatriste, los resentidos?
Quizá el siguiente consejo del poeta ayude a comprender preguntas y respuestas: «A ti campesino, como a ti, niño: se te debe enseñar a no saber nada. Así tendréis voluntad de palma, que va donde se propone, y no voluntad de mimbre, que va donde lo llevan».
O peor dicho: el contacto con (y la dependencia de) la naturaleza trabajada y la impronta del vientre materno enseñan sin palabras al uno y al otro lo primordial que hay que saber.
El instinto de lo bueno que los niños traen a este mundo es el fundamento de la lucha contra las maldades que la voluntad de poder extiende sobre el planeta. La ideología se educa, se aprende, se cambia o, incluso, se vende. El don del instinto de libertad, no. La risa es una espada victoriosa que nos hace libres, que quita soledades, que nos arranca cárcel. Mantengo que los niños son hoy la principal clase revolucionaria (y más ahora, una vez aprendidas las lecciones de la historia contemporánea), una potencia revolucionaria, siempre renovada, no mental ni proyectiva, sino elemental y natural, pues alumbran al mundo con sonrisa verdadera, expresión de la voluntad de bien.
El divino Maestro lo dejó dicho bien clarito: «Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos».
Y un poeta anónimo lo reflejó en unos versos que empiezan así:
Si queréis entender bien,
quedaos mudos y atentos,
que el misterio de Jesús
no se le coge al vuelo.
…
Y concluye con estos:
Vino para salvar al mundo
y quiso ser niño primero;
y desde entonces se sabe
que con cada crío que nace
nace un trozo de cielo.
Antonio de Murcia, 22 diciembre ‘23.
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