Por Antonio de la Fuente
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Un año mas las fiestas navideñas llegan, es tiempo de encontrarnos con la familia y los seres queridos para compartir juntos la alegría del simple y maravilloso hecho de estar juntos, de vivir, de vivir juntos aunque en muchos casos vivamos en lugares alejados. Estas fiestas que de críos nos gustaban tanto, primero, porque habíamos dejado las clases del colegio, ese lugar-cárcel destinado a la enseñanza, una enseñanza obligatoria, una enseñanza para dar de comer a la maquinaria de los Estados y sus necesidades económicas y de poder, dónde es deber asistir y sufrir allí las tediosas clases de los profesores en forma de oír y callar y de no saber a ciencia cierta de si lo que aprendías serviría para algo. Salvemos las distancias, ya que siempre hay algún profesor que se salta algunas normas. Segundo, porque esperábamos con ansia los regalos que los Reyes Magos nos iban a traer este año, dependiendo de si nos habíamos portado bien o mal, después de leer nuestra carta de pedidos, bien decorada con colorines, para hacernos pasar por buenos.
Ahora, en estos tiempos “tan modernos”, “tan sofisticados”, dónde nos hemos propuesto deconstruirlo todo (no sé si con la intención de que no quede nada), ha surgido la moda educativa que aboga por la eliminación de “mentir” a los niños de la creencia en los Reyes Magos o Papá Noel (otra intrusión foránea anglosajona) , ya que supuestamente eso es malo para ellos. En esa carrera, no se si consciente o inconsciente por hacernos culpables a la gente llana, del pueblo, por todos los males de la sociedad. Como si por ello estuviéramos creando monstruos, tiranos, o ya puestos, violadores en potencia. Como si por ello estuviéramos traumatizando a los niños con una especie de traición que sus padres, como autoridad, ejercieron sobre ellos. En mi caso, y en el de casi todos los que conozco, nada de eso pasó. Fuimos muy felices creyéndonos aquel cuento, mágico, si, de unos Reyes que parecían bastante majetes y campechanos...que nos querían agradecer la llegada al mundo y hacerla mas bonita, como hicieron ya con el niño Jesús.
Llegaremos pronto a convertir el cuento de la cigüeña que trae a los niños de París, por la cruda realidad del nombre de una gran maquina de IA (quizá como el Hal de 2001 Odisea del espacio) que en el futuro nos dará la vida en una incubadora ectogénica que aplaudiremos, porque ya no tendremos que sufrir la desagradable acometida de la crianza. Que nos deje mas tiempo para ser unos buenos esclavos muy felices de serlo.
Pero lo más seguro es que estos padres les seguirán mintiendo en todo lo demás. Por ejemplo diciéndoles que el Estado somos todos, y es muy bueno contribuir a él pagando impuestos y yendo a votar, o que el hombre es un lobo para el hombre, etc.
Pero yo venia ha hablar de otra cosa, que me lio.
Quería hablar de lo que ha quedado de la Navidad. Si en mi generación la Navidad solo quedaban los restos de una fiesta para celebrar la vida, la convivencia con la familia, con los vecinos, encontrarse solo para cantar villancicos populares entre todos, al calor de las chimeneas o en las calles del pueblo. A comer turrón de la abuela, o churros con chocolate,etc. Lo que va quedando es una fiesta del consumo desacerbado, del hedonismo mas pueril y de lo absurdo.
Este año se hacia viral un video en las redes que no duraba mas de 8 segundos en el que aparecía la plaza del Sol abarrotada espeluznantemente de gente. Venían de compras o venían de las luces de Navidad, que los ayuntamientos instalan cada año, como si fuera la vara de medir la felicidad de sus vecinos y de la administración de sus bolsillos. Quién iba a decir que vivimos una inflación histórica, quién, que en esa misma plaza, cientos de miles de personas, cantaron soflamas anticapitalistas, lata de cerveza en mano. Pero lo cierto es que seguimos igual o peor.
Lo que la Navidad trae es una fiebre de consumo desenfrenado. Es la hora de comprar, de gastar, aunque lo que compres no lo necesites. Y es, sobre todo, la hora que el poder tiene para ofrecerte todos sus caramelos envenenados. Todos los productos mas avanzados de la tecnología y sobretodo las drogas y el alcohol para evadirse y festejar.
Y aquí viene el lugar mas visitado en estas fechas, el centro comercial, esa metaciudad dedicada al consumo de todo. El templo del mundo moderno progresista y hipertecnológico, donde los individuos que encuentras son el retrato mas vivo de la devoción por una sociedad urbano tecnófila.
Este año, en el que apenas pisé la ciudad, tuve que ir, antes de lo previsto, a un macro centro comercial (suelo ir en Navidad con mi madre a que me compre algo para vestir bien, pero últimamente solemos volvernos con las manos vacías porque yo me vuelvo loco allí, y al final, a mi madre también). Fui porque la gasolina era mas barata y ya de paso comprar en un súper un producto concreto que consumo. A pesar de que trato todo lo que puedo de comprar en comercios locales o a personas locales lo que yo no produzco de comida de mi huerto y bosque, desgraciadamente tengo que pasar por uno de estos supermercados, normalmente el de mi villa mas cercana, una vez por semana. Tengo la firme convicción, de que si todos los que se llenan la boca con lo mal que está todo: los precios, los agricultores, el clima y demás, compráramos nuestros productos en comercio local y producto local, nos estaríamos ayudando mas a nosotros mismos como pueblo y no tanto a los pocos de siempre que aprovechan los monopolios para explotar todo lo posible al trabajador, a los productores: empresas concentradas de distribución y como no el Estado, que siempre se lleva su porción, siendo la empresa mayor del país. Y ayudaríamos a que los habitantes de nuestros pueblos y ciudades tuvieran un trabajo digno, con unos precios dignos. Ayudaríamos también a disminuir muchísimo el exceso de consumo de energía y en consecuencia cuidaríamos el medio ambiente de las garras de depredadores del mercado global. Por supuesto eso no es lo único ni lo primero que hay que hacer. Lo primero sería pensar. Reflexionar. Esa actividad destinada a la extinción si no ya extinta del todo. Darnos cuenta del mundo que nos ha tocado vivir, y desear mejorarlo, ¿qué si no? Tomar responsabilidad en el mismo, junto a nuestros iguales. Dejar la vida fácil y cómoda, de no pensar, de no actuar, de no esforzarse mas que para lo de uno y buscar la aventura de la revolución.
Lo primero que me abruma nada mas llegar a estos sitios, es la cantidad de superficie en metros cuadrados que ocupan, cada nave, cada tienda, inmensas, con sus enormes aparcamientos, sus debidas rotondas, señales de trafico, pintadas en el suelo que señalan el recorrido, parques, columpios, bancos, en medio, solo le faltan los semáforos y por supuesto los policías. Así que la primea odisea fue encontrar un aparcamiento relativamente cercano a la entrada, entre el mar de coches allí aparcados. Nada mas bajarme del coche una mujer se me cruzó con mirada alzada buscaba su coche y parecía no acordarse de donde lo había dejado, con mucha rabia y apunto de entrar en crisis. La dejé allí y me dispuse a mi objetivo. Según entré, fue una torta de información visual. Demasiada. Así que mejor preguntar. Fui al punto de información directo. Me indicaron, y mientras recorría los gigantes espacios dispuestos: zona de restaurantes de comida basura, arboles que tocaba para confirmar si eran reales, escaleras mecánicas para arriba y para abajo, para los lados y en diagonal, etc. Bajé a otra planta, y allí me encontré otro aparcamiento mas escondido allí enrome, entonces ya me dije que no se si sabría volver bien esta vez. Llegue a mi destino, y dentro tuve que emplear diez minutos en encontrar lo que quería, era mas del doble de grande que el que conocía, y yo con mi azúcar de coco y un chocolate volvía a la caja a pagar, pero antes, tuve que recorrer dos pasillos de treinta metros cada uno, que iban de un lado al otro, rodeado de stants llenos de cosas para comprar por si se te había olvidado algo, o te apetecía una última tentación. Pagué y me fui, esta vez con la salida a la calle mas cerca, contento de ello, pero no, iba demasiado rápido, no me acordé que me encontraba debajo de la planta donde había dejado mi coche, así que tuve que volver y chuparme todo el camino que hice al revés.
Lo dedique a observar a la gente de aquel lugar extraño. La mayoría tan acostumbrados a aquella alucinación, que podías masticar su felicidad de escaparate. Muchos jóvenes me encontraba. Y muchos inmigrantes que parecían haber descubierto El Dorado. Ambos vestidos a la ultima moda con las manos llenas de bolsas de papel. Luego había otros, que iban como el que va a una catedral de capital ha hacer turismo, percibía en sus rostros una especie de devoción por ese lugar tan inmenso, lleno de luces consagrado al Dios Progreso. Estos eran los que venían mas de la aldea. Era obvio. Cuando ya conseguí encontrar la puerta de salida, justo entro una chica que se dio otra torta de información visual nada mas entrar. Llevaba el móvil en la mano como si llevara el mapa del lugar, pero le pasó lo que a mi, fue directa al punto de información. ¡Alguien como yo! me dije. No soy tan raro. Me alivia un poco.
Después de salir de aquel mundo de cemento y geometrías, llegue al dulce hogar en la aldea, rodeado de montañas y bosques. Todo pareció un mal sueño, un viaje a otro planeta. Pensé: si consigo estar aquí mas tiempo, menos gasolina tendré que ir a comprar allí. ¿Y si le pido a los Reyes Magos un buen caballo? ¿Y ya de paso una mujer que me guste? ¿Y unos críos también? ¡Toda una familia!
Antonio de la Fuente
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