Por Jesús Trejo
Uno de los lugares comunes en la historiografía oficial es presentar la figura de Franco como un ser depravado, maquiavélico y perverso que rompió el sueño republicano de progreso y modernidad para volver a imponer la España caciquil tradicionalista y beata. Lo que torticeramente oculta esta versión institucionalizada es que Franco fue todo eso precisamente para llevar a cabo el proyecto que la república intentó y no pudo conseguir: la destrucción de lo popular y del ethos convivencial que era un freno formidable a los planes de dominio y explotación de las elites españolas. Y es que la centralidad de la calidad del individuo y sus valores morales en bien reconocida desde el Poder y es por ello que uno de sus ejes estratégicos es implementar todo tipo de medidas, políticas, sociales, culturales, religiosas y económicas, para sofocar el ethos horizontalista que rechaza y recela de todo orden jerárquico estatal, empresarial o militar, impuesto desde arriba.
Desde esa perspectiva debemos interpretar las distintas “revoluciones pasivas” que el Estado Español introdujo desde la Constitución de 1812, cambios en la estructura del Estado para fortalecerlo y conseguir superar la brecha disfuncional que suponía el desdén del pueblo trabajador hacia el proyecto “modernizador”, cuya esencia última consistía en convertir a los individuos en buenos ciudadanos, productores-consumidores y alejados de cualquier veleidad de soberanía y libertad personal, ofreciéndoles a cambio los placeres de la comodidad y la despreocupación de la vida de esclavo. La ineficacia de estas operaciones bien se comprobó en toda la carnicería y el expolio que supuso el siglo XIX para las gentes del común, y que fue disfrazada con la verborrea progresista típica de la nueva época política inaugurada por la Revolución Francesa, disimulando la bayoneta debajo de los legajos de los “Derechos del Hombre”.
Esa impotencia de las clases dirigentes para doblegar la resistencia popular a los cambios modernizadores hizo redoblar esfuerzos en la tarea de deconstruir la interioridad popular, y los esfuerzos reformadores, educativos y culturales desde la debacle de 1898 lo muestran claramente.
En los años 20, los “think tank” del momento, con el ínclito Ortega y Gasset a la cabeza, promovieron una reestructuración del Estado que buscaba la ruptura de lo sodalicio bien arraigado entre las clases trabajadoras, fomentando la proliferación de partidos y con ello la fragmentación política del pueblo, pero sobre todo la incorporación masiva del componente “alegre y desenfadado” de la existencia, al modo anglosajón, para hacer mella en la actitud circunspecta y sobria del individuo popular, y venderles los placeres del individualismo burgues como objetivo existencial. Esto fraguó en la dictablanda de Primo de Rivera y sobre todo con la República, cuya “alegría de vivir” quedó plasmada con las cárceles atestadas, las atrocidades en el interior de los cuartelillos de la Guardia Civil y las represiones sanguinarias y despiadadas de las movilizaciones campesinas.
De nuevo el fracaso relativo de este proceso civil de pastorear a la sociedad hacia la senda del individualismo consumista debido la resistencia colosal que opuso la masa trabajadora a ser integrada en el sistema de cosificación, su tenaz insistencia en demandar la devolución de los terrenos comunales arrebatados bajo coacción y sobre todo, su fuerte coraza moral impermeable a los cantos de sirena de la vida capitalizada (en su doble acepción de vivir en la capital, y de vivir para el capital), llevó a la médula del Estado Español, el ejército, a intervenir militarmente usando la “ultima ratio regis” de todo Estado, la violencia física. El general Franco sin embargo, como fiel servidor del Estado, fue un defensor del orden republicano demostrándolo en tres claras ocasiones, en Abril del 31,dejando en la estacada a su padrino de bodas, el rey Alfonso XIII, luego en octubre del 34, dirigiendo la represión de la insurrección asturiana, y por último en el periodo 35 al verano del 36, cuando sofocó todos los intentos de golpes de Estado que se estimulaban en el seno del ejército esperando a ver si los “políticos” podían reconducir la situación claramente insurreccional en el seno de las masas trabajadoras, cosa que pese a la represión atroz y al postureo populista del gobierno del Frente Popular no ocurrió.
Franco tuvo siempre claro que su objetivo era deconstruir a los pueblos ibéricos y recrearlos como pueblo “español” en su acepción semántica: Pueblo de conejos. Para ello la primera intervención era llevar a cabo una limpieza étnica tan atroz que el miedo se insertara en el interior de cada persona (primera operación para hacer conejos, crear seres asustadizos), diezmando a las gentes populares ya desde el inicio de la guerra (Franco declaró que no tenía prisa en tomar Madrid porque primero debía aplastar las veleidades populares) y eso se mantuvo toda la década de los 40,dejando que los falangistas camparan por sus fueros impunemente. Luego, una vez diezmado, comenzó la segunda fase de la deconstrucción, que era usar la neolengua de la tradición y lo cristiano para introducir en la moral convivencialista de las gentes humildes el mensaje antitradicional y anticristiano de la modernidad: eso se llevó a cabo en los años 50, con la subvención de los Estados Unidos desde 1953 a los planes de desarrollo y el control del Opus Dei como lanzadores de macrooperación del desarraigo y la emigración a las ciudades. Por último, en los años 60, desarticulada la virtud popular (en su noción principal, como fuerza o fortaleza interior), empezó a introducirse los distintos vicios de la gula, la envidia y la lujuria en la nueva fase de reconstrucción social: el desarrollismo no fue sino una imponente operación de compra del espíritu popular para degradarlo a mero consumidor y productor. La incorporación de Fraga, amigo de Tierno Galván, en el Gobierno, permitió la creación ideológica de la tan cacareada clase media, motorizada con el seat 600, ávida consumidora de la cultura diseñada desde arriba, y desinhibida ( “con Fraga, hasta la braga”). Con ello, el objetivo que la República se había propuesto, la “alegre vida desenfadada”, se había consumado. Muerto el perro, se acabó la rabia, y desaparecido el pueblo, se acabó la revolución. Por eso ya a principios de los 60 pudo declarar Franco que su mayor logro fue la creación de la clase media española.
La clase media es más una ideología que un estrato económico. Está compuesta por el individuo-medio, un ser pacíficado y apolitizado, “idiotizado” (que solo se ocupa de lo suyo) que se afana en medrar y alcanzar con su nómina y los servicios que presta el Estado una felicidad entendida como disfrutes materiales y vivencias en forma de viajes o experiencias novedosas (bien sean con drogas o con ejercicios espirituales orientales), y que se contenta como sublimación contestataria en hacer chismorreos y bromas de los políticuchos, reyezuelos o dictadores que estén al mando. Un ser reformista muy sensible a los populistas demagogos que les hacen promesas cada cuatro años para que él no tenga que preocuparse por nada, como si los cambios llegaran por Amazon, metiendo tu pedido en una urna.
Esta ideología ha resultado ser el instrumento más eficaz de control social y de aletargamiento popular durante los últimos 60 años, gracias a esa anomalía histórica en la que ha vivido Europa en esta mínima fracción temporal, con pleno empleo, Estado de bienestar y ausencia de guerras.
Hoy estamos en los últimos compases de esta aberración histórica, y de Europa como potencia imperialista que alimente las ilusiones pequeñoburguesas de esta ideología.
La cuestión es, ¿cómo reconstruir el ethos popular, que vuelva a vindicar la dignidad de la vida humana con su lado cósmico y transcendente frente a la devastación sufrida en el plano axiológico por las prebendas, el infantilismo del cuento felicista y el adoctrinamiento masivo en forma de autoodio y de religiones políticas? ¿Podremos levantar un nuevo espíritu insurreccional desde el estado de postración popular en el sofá del bienestarismo?
De momento, el deshilachamiento de las costuras del sofá estatal ya es un hecho y esto va a ayudar en gran medida a acabar con la autocomplacencia que impera entre las clases sometidas. La quiebra de Europa como imperialismo está mermando la capacidad de compra de voluntades masivas que antaño tenía el Euroestado del bienestar, pero aún así faltará lo esencial: tener un proyecto y tener una cosmovisión diferente del hedonismo, del presentismo y del mercantilismo de lo relacional.
La búsqueda propositiva de un nuevo espíritu insurreccional será la base de los próximos artículos.
Jesús Trejo
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