Por Antonio de Murcia
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En mi tierra se llama aliacán a la enfermedad que modernamente llamamos depresión. El tratamiento consiste en contemplar el agua limpia y pura corriendo por el brazal o la acequia: el aliacán se cura contemplando correr el agua viva. ¿Será esto una superstición fruto de la ignorancia de la plebe? ¿O es quizás esta enfermedad y su cura una alegoría de nuestro tiempo?
En toda la península ibérica aliacán es la palabra del árabe que designa la ictericia por afección del hígado. También en mi tierra nombra la hepatitis que cursa con ictericia (tiricia en estos lares), el síntoma que da el color pajizo en piel y ojos. Pero lo que sobre todo define el aliacán es un estado de flojera, de cansera, de abatimiento, de tristeza profunda, y como consecuencia el deseo de estar a solas, la pérdida del apetito y de peso; en resumen, la falta de energía vital, de ganas de vivir. El aliacán grave puede llevar a la muerte.
La causa del aliacán es a veces desconocida; en otros casos se ve que el origen está en una obstrucción, o una infección, o un desamor total, o un mal de ojo agresivo, o en un disgusto grande que irrita la sangre o el cerebro. El caso es que el mal afecta al cuerpo, a la mente y al alma; es una enfermedad física y espiritual, en formas variadas. Las causas, en fin, pueden ser muchas, pero el aliacán se presenta en formas definidas. Pues hay cuatro clases de aliacán, llamados aliacán rojo, blanco, amarillo y negro —de los que este último es el peor y más grave— según dañe a corazón, cerebro, hígado o bazo, y afecte a sus respectivos humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra.
Esta clasificación de afecciones corresponde a la teoría médica de los humores, que entendía las enfermedades teniendo en cuenta el temperamento dominante del paciente: sanguíneo, tranquilo, colérico y melancólico. La noción de temperamento subsume características físicas, psicológicas y sociales. Este paradigma de los humores arranca en Occidente de los escritos de Hipócrates, padre de la medicina, y que Galeno estableció como dogma médico mantenido hasta hace un par de siglos. Otras grandes culturas —china, hindú, islámica (Avicena, Al-Farabi)— concibieron modelos similares basados también en cuatro elementos de cuyo equilibrio depende la salud. El cristianismo añadió posteriormente elementos religiosos al enfoque de las enfermedades y a su curación.
Así que esto del aliacán es un ejemplo de interrelación entre la medicina culta y la popular, que se permeaban mutuamente[1]. Durante largos siglos las ideas médicas sobre diagnóstico, etiología y remedios eran compartidas por eruditos y profanos. La frontera entre la praxis académica y la popular era difusa, pues las ideas y creencias sobre enfermedad y salud eran compartidas por toda la sociedad. A mi hermana le diagnosticó el aliacán la curandera y el médico le prescribió mirar correr el agua.
La cura
Mi hermana la segunda tuvo aliacán a los nueve o diez años. Durante ocho o diez meses permaneció en reposo, sin hacer ninguna tarea ni acudir a la escuela. Como le gustaba leer, leyó mucho en ese tiempo; y como por alguna razón estaba reñida con el mundo, no le importó estar sola. Pero, por supuesto, había preocupación en la casa. La niña tenía una honda tristeza y estaba muy floja; tenía mal color, los ojos amarillos, la piel apagada. En su curación intervino (o lo intentó) una mujer del barrio que conjuraba el mal de ojo. También un tío nuestro (hermano de mi padre) le envió su ayuda de curandero desde su celda de preso político en la cárcel de Zaragoza. Pero la receta esencial consistía en bajar varias veces por semana a la acequia, acompañada por mi madre, siempre que podía, o bien por nuestra hermana mayor.
Como la casa estaba en la parte alta del pueblo, junto a los primeros pinos de la sierra, la acequia quedaba a un medio kilómetro. En las casas de la huerta las madres no tenían que caminar tanto, sólo tenían que sentar al niño afectado en la mota del brazal próximo a la casa. Para nosotros, el sitio más cercano de la acequia era el lugar en cuesta donde las mujeres cogían en cántaros el agua para el servicio de las casas, pues en esa época no había llegado aún el agua “corriente” del ayuntamiento. Ahí la acequia de Beniaján inclinaba un poco su cauce y el agua corría con fuerza para sumirse a continuación en un largo tramo cubierto y oscuro. Otro punto más discreto para el caso estaba unos metros más arriba, entre los mimbres y cañas de la orilla. Allí quedaba mi hermana en silencio y quietud durante un rato, al menos media hora, muchas veces más.
El agua que entonces corría por acequias y brazales era clara, limpia, y se podía beber si las lluvias fuertes no la enturbiaban de limo —la mezcla de arena y arcilla que restituye periódicamente la fertilidad de las huertas. Discurría abundante noche y día por todos los cauces, casi todo el año salvo en ocasión de sequía, y así los lechos estaban siempre limpios. El hecho es que el agua disponible en el río era mucha, pues por entonces no se desviaba desde los embalses altos a las tierras de regadío de Almería y de Alicante, que por otra parte eran menos extensas ya que el secano aún era rentable. Así que el agua de la cuenca del Segura pasaba toda por la huerta de Murcia. Aguas arriba de la ciudad, en la linde de la Vega Media, se represa el río en el azud de la Contraparada, de donde salen las dos acequias Mayores que se van convirtiendo en otras cuarenta (menores) conforme recorren la huerta y distribuyen el agua por toda ella. Así que, aunque cada hacienda tiene en escritura fijados día y hora y duración de riego, el fluir constante permitía regar a voluntad. Y también contemplar en el agua transparente los peces que pasaban sorprendidos.
Hoy en día no sería fácil encontrar este remedio para la depre. En primer lugar, casi todas las acequias se han cimbrado y se han entubado los brazales por los afanes urbanísticos y los apetitos del tráfico rodado. Por otra parte las aguas vienen escasas, sólo para las tandas de riego; el resto del tiempo los cauces quedan sin aire y sin sol, pútridos y malolientes; y ya no vienen sanas sino turbias y dudosas, intoxicadas de detritus civilizados que progresivamente van envenenando a su vez la tierra.
Mecanismo de acción
A estas alturas, nuestra presumida mente científica y racional ha de preguntarse que cómo va a curar algo el simple hecho de quedarse quieto mirando pasar agua por delante; y por qué precisamente agua y no otra cosa como fuego o cielo o sol. Mi mollera vanidosa tiene que reconocer su ignorancia; lo que sí puede acreditar de primera mano es que mi hermana sanó, aunque fuera por medios misteriosos.
Es pertinente comprender lo que el agua significaba para las gentes que recurrían a tal extraño remedio. Para los que tengamos la tentación de reírnos de aquella panacea del agua corriendo está bien que recordemos cómo era la vinculación de aquella gente con el medio en que vivía. Cada quien cultivaba un huerto, un trozo de tierra mayor o menor con limoneros o naranjos y, en las claras, hortalizas de varias clases para consumo propio y para vender en el mercado; resguardados por las paredes de la casa, los tiestos con aromáticas para la cocina o la salud; y en el entorno de la casa los frutales para la mesa o el intercambio: allí estaban los grandes perales, los altos pereteros, la higuera, la parra de la puerta, el melocotonero, los granados, el albercoquero delicioso, el ciruelo blanco o morado, la morera para los gusanos de seda, el exquisito jinjolero, el nisperero, los membrilleros junto al brazal, la noguera, el caquilero gigante, la palmera. Era un paraíso humano, pero paraíso. El agua era ni más ni menos que la sangre del cuerpo vivo de la tierra que criaba todo eso. Para aquellas gentes que el agua trajese salud al necesitado no era algo irracional.
Había quien tenía una pequeña vaquería, o un rebaño de cabras de leche, o unas colmenas. Se criaba el cerdo para la matanza y los pavos de navidad; y gallinas ponedoras y pollos y conejos. Se recogían caracoles y serranas y se cazaban gorriones. De la huerta salía, para alimento de los animales, el maíz y el grano, la hierba segada en los costones, la alfalfa cultivada y las ramas de naranjo. Igualmente las cañas para el cielo raso y para el gallinero del patio. Y allí volvía cada año el estiércol de animales y humanos para alimentar la tierra.
La huerta era alegre. Debía de ser una hermosura para los sentidos contemplar lo que creciera en los diminutos bancales. La infinidad de sendas te llevaba a todas partes cruzando brazales y acequias de agua constante y partiores de piedra de verdín perpetuo. En ningún sitio había vallas, si acaso quizá una bardiza baja trenzada con cordeta o alambre. Al pasar cerca de un cañar se levantaban bandás de gorriones o de merlas. Se cortaba al pasar una rosa, o un tallo de azahar, o un ramito de jazmín. Los niños buscaban su regaliz o la caña de azúcar. Aquí se cataban unas habas tiernas, allí unas mandarinas, o quizá unos higos, o unas peretas, todo de los sabores intensos de las variedades murcianas. Y se podía comer lo que se viera a mano: naranjas o peros, panizo o tomates, pero siempre allí, en el bancal, a pie de mata.
Llevar sería robar, abusar. Los cuartos de aperos eran simples chamizos de cañas o adobe, pero nadie cogía nada. La fama de honradez era importante entonces, tenía sentido, lo mismo que ahora se precisa la imagen. Tener fama de ladrón (como de vicioso, de mal pagador, de persona sin palabra) suponía una marginación efectiva. La honra era útil para recibir de los demás la ayuda que se precisa para sobrevivir mejor, pero sobre todo era un valor, una corona intangible.
Y así la vida estaba en equilibrio circular[2]. Lo que de la fertilidad de la tierra se sacaba se devolvía a la tierra: en forma del estiércol orgánico, por medio de las inundaciones ocasionales que restituían limo y sobre todo por el régimen de riego a manta. Sin fertilizantes ni plaguicidas químicos, sin desperdicios inútiles, sin recogida de basuras, que aún no existía. Luego, ya se sabe, llegó la modernidad contemporánea. La expansión de la producción industrial y del comercio trajeron la competencia. Junto a las herramientas que facilitaban el trabajo se abrazaron también los productos que aumentaban la competitividad comercial: los insecticidas, los abonos. Se cambiaron las grandes casas que servían a la economía doméstica por viviendas en pisos, más cómodos de mantener.
Pronto los desperdicios inundaron los solares, los descampados, los barrancos. Para deleite de nuestros juegos de niños, proliferaron plásticos, hojalatas, cajas de medicamentos a medio consumir, hierros, restos de obra, botellas de vidrio no retornable, y una infinidad de cosas más. El ruido motorizado y la presión poblacional ahuyentaron a los pájaros, la zorra no volvió a saltar el cercado para robar una gallina y la culebra dejó de meterse sin ser vista al frescor oscuro de la casa.
No hay cura
Sabemos de la expansión de la depresión (y trastornos asociados) en nuestras sociedades. Su alcance no admite duda; ahí están en Internet los datos de consumo de psicofármacos y de consultas psicológicas y psiquiátricas. Por cierto que toda esa legión de recursos no frena la progresión de la plaga. A lo más, la medicalización ayuda a aguantar anulando la facultad de sentir; y por su parte la psicología coloca el problema en la culpa personal. Para los que pretendemos estar a salvo de diagnóstico bien que podemos mirar nuestra perenne falta de alegría genuina; falta que no mitiga ni familia, ni amigos, ni viajes, ni diversiones. Se puede afirmar que la prevalencia de la tristeza es generalizada.
Si la vitalidad es causa y efecto de la capacidad de sentir, y la depresión es la atrofia de esta capacidad para sentir con intensidad, sin duda la población sufre una suerte de muerte emocional. Y eso en medio de la proliferación de ruido incesante y actividad frenética, junto con el colosal mercado de estimulantes para el ego. Nada más lógico que el pavor de la persona a quedarse a solas consigo en silencio, no vaya a ser que descubra el vacío abismal que la satura, su aburrimiento insaciable y tremendo.
Nada más fácil que desgranar las características de la forma de vida moderna para encontrar la raíz del abatimiento y las formas en que se enmascara. El hacinamiento en grandes urbes, la destrucción del medio ambiente natural, el extrañamiento de su imponente armonía, la competitividad en todo y por todo, la incompetencia para ganarse la vida… y de resultas el miedo profundo que nos cala hasta los huesos. La forma de vida en urbes o en espacios habitacionales donde todo es obra humana, incluidas las torpes imitaciones de “espacios naturales”, embota los sentidos, atrofia la capacidad de sentir con intensidad, nos sume en la insensibilidad, que es decir inconsciencia, que es decir ignorancia, que es decir vacío[3]. Todo ello combinado arrebata a los modernos el discernimiento para distinguir la vida buena de la mala. El habitante de la urbe no sabe de dónde viene, ni de dónde es, ni cómo se hace el alimento que sostiene su vida, y no discrimina lo bueno y lo malo.
Por más que los humanos nos creamos forjadores de mundos como los dioses, la vida en un entorno artificial es una pobre vida, una suerte de muerte en vida. Sin belleza silvestre, sin espacios abiertos y sin un medio ambiente cultural humano enraizado en el medio natural no puede haber salud moral y espiritual ni verdadera convivencia. Si la falta de contacto con la madre en los primeros años incapacita para las vinculaciones sociales, la falta de contacto con la naturaleza produce el mismo efecto[4]. La ceguera anímica total para lo bello es una enfermedad mental que produce indiferencia hacia lo ético, es decir, a la ruina estética y ética de la civilización. La ruindad estética y ética de la civilización actual es imputable al distanciamiento generalizado y acelerado de la naturaleza viva.
La muerte acecha conforme disminuye la energía vital. Revertir esa mengua se hace difícil. En el intento, tratamos de salir a la vida colectiva, pública; intentamos compartir con otros el malestar en que malvivimos, reconocer nuestra esperanza común; procuramos luchar con nuestras pobres fuerzas en esta penosa guerra llamada paz. No extrañemos que los antepasados buscaran la fuente de la fuerza para sanar a quien padecía aliacán. Y que la hallaran en su imagen y forma más vívida: el agua pura y limpia corriendo en su incesante fluir.
El otoño es tiempo de melancolía, es por antonomasia la estación de la depre. Es una estación suave sin frío ni calor donde nuestro desaliento se acomoda. Sin embargo, se diría que hoy el desánimo dura el año entero, desde hace muchos lustros ya, y siempre es otoño. Dicen los que la padecieron que la dictadura era como un duro invierno, con privaciones físicas y espirituales. Un largo invierno oscuro. Sin embargo, al invierno sigue la primavera, como es de ley, y la primavera se intuía, se adivinaba, se deseaba. No había lugar para aliacanes. Hoy tenemos un cómodo pasar otoñal, pero todos los signos indican que sin la salud del agua viva se avecina, a menos que pongamos remedio, un invierno largo, como es de ley.
Antonio de Murcia, 21 noviembre ‘23
[1] Otro ejemplo cercano es el tratamiento del sarampión por cromoterapia. Se aislaba al niño enfermo en una habitación cuyos cristales de las ventanas se cubrían de papel translúcido de color rojo. Atravesados por la luz del sol, el ambiente del cuarto se inunda de una penumbra rojiza. Todos los niños del barrio (yo también) pasamos por este método. En pocos días desaparecen la fiebre, la tos y las manchas; y entonces se libera al niño para que corretee de nuevo por ahí. Las técnicas de colorterapia se practicaban hace miles de años en Grecia, Egipto, India, China, Japón, etc.
[2] Que ahora se llama ecología, palabra que por cierto repugna escuchar en boca de los ecologistas de Estado que calumnian la vida en el campo y la quieren hacer imposible.
[3] Vacío, pero, eso sí, bien lleno de ruido, actividad y estimulantes.
[4] Un pequeño ejemplo bien conocido: el autoaislamiento en el Metro. El recién llegado a la urbe a lo primero mira a la gente, las caras, los gestos. Nadie responde, todo el mundo lleva una capa para parecer invisible. No tiene sentido intercambiar nada, pues todos los viajeros son intercambiables, descartables. Al cabo de pocos viajes el recién llegado a la urbe se mimetiza y ya es un zombi más que rehúye cruzar la mirada con nadie.
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