¿Qué es ser hombre?

Publicado el 1 de noviembre de 2023, 11:21

Por Antonio de Murcia

Tiempo estimado de lectura: 15 minutos

 

Por lo visto, se hace necesario abordar este tema: qué cosa es esto de ser hombre, varón, masculino… o como se diga. Parece raro tener que dilucidar un asunto que adjetiva a la mitad de los seres humanos como si se tratara de una oscura cuestión metafísica, abstrusa donde las haya. Extraña época ésta en la que desaparecen las referencias sobre las cualidades más básicas y cunde la confusión en todo y por todo. Hace ya muchos años que “lo masculino” no mola; desde el alto trono que disfrutara ha caído en el descrédito. Y más, se ha expandido la idea de que es origen de violencia y fuente de todos los males, públicos y privados. El atributo ‘masculino’ está asociado a ‘machista’, y así ha quedado establecido que ser no masculino es garantía de no ser machista.

 

Es preciso hacer hincapié de antemano en que el atributo ‘masculino’ es un rasgo, cierto que muy importante, de ciertos seres humanos (los así sexuados) que no agota su forma de estar en el mundo, pues es simplemente un marco de referencia que se aplica en determinadas situaciones relevantes. Ningún ser humano es unidimensional ni puede quedar definido por una sola cualidad. Ser varón es únicamente una dimensión más, un atributo superpuesto a su humanidad (como ser médico, o padre, o murciano). Por lo cual un varón es también femenino, o niño, o animal, o ángel, o tierra, o cielo. Claro que, si se tiene suficiente fe, cualquiera puede identificarse en exclusiva, a todos los efectos prácticos, con uno solo de sus aspectos (y así uno es Médico, o Padre, o Ejecutivo, o Músico, o Ludópata, o Macho, por ejemplo). La Fe mueve montañas.

 

Igual que un oficio lleva asociado, para su honesto ejercicio, una serie de imperativos, la condición de varón está sujeta a normas de conducta y obligaciones públicas. Es una responsabilidad pública y privada. Tales normas y obligaciones son plasmadas en contextos culturales determinados que actúan, sin embargo, sobre una base orgánica. En ello se armoniza la base natural, fisiológica por así decirlo, con la tradición expresada en cada medio social. No es únicamente un “constructo”, como afirman quienes pretenden gobernar hasta el último de nuestros pensamientos e impulsos. Porque si todo es Idea… entonces estamos en las manos de los amos de la propaganda para imponernos sus ideas en todo.

 

«Pero la mayoría de los hombres son unos mierdas», se dirá. Yo no tengo mayor interés en discutir esa tesis, pero en este escrito no pretendo dilucidar qué es ser un mierda, sino qué es ser un hombre. De manera que a mí me da igual que los hombres sean muchos o pocos, uno o ninguno. A lo largo de la vida he conocido los suficientes como para saber que ser hombre es algo muy grande y muy bueno.

 

 

Cuando las mujeres salvarían la sociedad

 

Hubo una vez —mentira parece— en que encontrar una fémina tras una ventanilla de la administración pública (o tras la mesa de un despacho, o en cualquier otra situación en que el humilde ciudadano requería de la buena resolución de una gestión), era un gran alivio. Suponía la garantía de buen trato, cordialidad y eficacia. Sí, porque en esa época las mujeres que desempeñaban puestos de cierto poder, por así decirlo, se caracterizaban por una digna modestia y una eficiencia sin asomo de pedantería. Sustituidos por ellas, atrás iban quedando los funcionarios de bigotillo fino, con su malhumor perenne y su tufo fascistoide.

 

En su empeño por lograr la igualdad en derechos y libertades las mujeres aspiraban a unir en su lucha a los hombres y tantos de nosotros nos apuntábamos a la causa feminista. Los feministas de entonces éramos conscientes de que los varones también teníamos que alzar la voz contra machismo y patriarcado (como damnificados que éramos en igual o mayor grado que ellas, aunque con roles diferentes). Ser hombre era, sin más, ser feminista, unidos como estábamos a nuestras hermanas en la causa, cuando serlo no suponía ninguna prebenda. En el entusiasmo juvenil del momento, casi nos parecía deseable que las mujeres gobernaran durante 10000 años, en justa compensación por los cien siglos desde que, suponíamos, se había instaurado el patriarcado. Imaginábamos el gran bien del fin de la violencia derramándose sobre el mundo.

 

Sin embargo, ya había desde buen principio signos de aviso de que la unión contra el poder no duraría. Había muestras de revanchismo, de venganza ciega, en forma de pequeños desprecios y ninguneos hacia los varones en los locales y círculos de los colectivos feministas; desaires que se soportaban sin protesta, como lección que nos servía de aprendizaje experimental de lo que las féminas vivían diariamente en mil situaciones parecidas. Con humildad podíamos declarar: «yo creo que no soy machista, pero a lo mejor lo soy sin darme cuenta».

 

Aceptábamos con mansedumbre, por ejemplo, el veto de unas fornidas mujeronas a la puerta del local donde se celebraba el éxito de la manifestación (Zutik, emakumeak, zutik) que acababa de terminar, en la que habíamos participado junto a nuestras camaradas. Entendíamos el argumento: las mujeres andaban escasas de espacios propios y exclusivos debido a que los hombres siempre copaban todo (asambleas, debates, reuniones) con sus intervenciones incontinentes, en tanto que las mujeres quedaban inhibidas. Por cierto, que las más sensatas no aceptaban con igual mansedumbre la exclusión de sus hombres y camaradas.

 

Gradualmente la hostilidad se hizo más abierta. El intento de constituir un Grupo Masculino Feminista, abierto a todo el mundo pero dirigido sobre todo al despertar de los varones, fue recibido con menosprecio y desdén por el “colectivo feminista”. El feminismo ya era un coto cerrado. Por su parte, los homosexuales, víctimas señaladas del machismo franquista, recibieron la propuesta política con indiferencia, exclusivamente interesados como estaban en dar a sus locales el ambiente de ligue fácil.

 

Pronto el ajuste de cuentas subió de grado y se dirigió contra… las mujeres. En las manifestaciones se denigraba a las madres y abuelas con eslóganes y cánticos en los que las acusaban de haber sido unas pobres tontas-sumisas-sometidas. Ponían la liberación fuera del hogar, en el trabajo por cuenta ajena; preferentemente de cuello blanco, por supuesto. Pero ¿de qué mujeres hablaban? ¿qué modelo de mujer tenían en mente? Porque las mujeres de las clases populares han trabajado SIEMPRE. En el campo, en las fábricas, en los talleres o en la hacienda doméstica.

 

Antes del hacinamiento en las ciudades, las mujeres del pueblo tenían en la casa su ámbito de dominio. Los animales, los cultivos, las provisiones, la administración, la salud y los hijos e hijas estaban bajo su responsabilidad y cuidado, el cual ejercían con autoridad y sabiduría. En tal reino, el respeto a las madres de cualquier edad era inviolable. No, las dirigentes feministas denigraban el valor social y personal de las madres y abuelas porque el modelo de mujer que tenían en la cabeza era la mujer burguesa, ésta sí mujer objeto, ociosa y sometida, como corresponde al machismo rampante de la burguesía. Éstas sí adalides de los desfiles de moda y de la explotación del cuerpo femenino.

 

Podía parecer que estas actitudes eran simplemente una especie de enfermedad infantil del feminismo que se superaría con el tiempo sin dejar secuelas, inmunizándolo contra derivas fatales. Pero qué va, qué ingenuidad. Ni fue pasajera ni venial ni infantil, sino bien asentada en una concepción burguesa y misógina de la vida que condujo al momento de mayor derrota del feminismo. Al momento actual.

 

Los códigos y valores patriarcales en que el poder se ha asentado siempre están menos cuestionados que nunca puesto que las feministas se han sumado a su aceptación y, como nunca, la han extendido a todo el cuerpo social. En el Estado, la Política, el Ejército, las Corporaciones, el Deporte, y en definitiva en todos los aparatos de poder, las mujeres deben ascender, alcanzar la igualdad (o dominar) para hacer lo mismo (o mejor) que los hombres. Y con los mismos medios: competitividad, violencia, mentira, agresividad, crueldad, dureza y pedantería. Ya juegan con pistolas a indios y vaqueros. La verborrea feminista es una suerte de Feminismo Machista o Machismo Feminista.

 

 

La vergüenza de ser hombre

 

En tanto que la doctrina woke triunfa del todo y acaba con todo actor revolucionario mediante la inyección a gran escala de su demencia, y en tanto que las mujeres terminan de hacerse hombres, se trata asimismo de que los hombres se arrepientan de serlo[1].

 

El método es antiguo: bombardeo informativo, continuo y en términos fijos. No se trata de “visibilizar” o “concienciar”, sino de introyectar la idea de que hay un enemigo público entre nosotros, y dentro de nosotros. Ante el conteo cotidiano en los Medios de asesinatos de mujeres a manos de varones, con su “presunto”, “confirmado”, “condenado a…”, y “ya van este año…”, y “desde que hay registros van…”, complementado con la machacona oleada de denuncias contra famosos por abusos sexuales, cómo no van a preguntarse las unas: pero ¿qué les pasa a los hombres? Y los otros: ¿cómo puedo mostrarme lo menos varonil posible?

 

Sin embargo, es cierto que éstos (los hombres en general) siguen tranquilamente su vida sin apuntarse corriendo a alguna terapia o curso de reeducación; incluso sus madres, novias, hermanas y parejas siguen tratando con ellos como si nada. «Es que no son todos», se dirá, «sólo algunos llegan al crimen». Pero el efecto cierto es que todos somos sospechosos, todos potenciales agresores. Para eso están los “micromachismos”.

 

Este genial invento consiste en interpretar “con perspectiva de género” toda conducta, palabra u obra ejecutada por varón. Y así un elogio, un cumplido, una cortesía, toda gentileza (como empeñarse en pagar la cuenta o ceder el paso) son productos de la testosterona. No importa que esos gestos y muchos más sean de obligada cortesía también entre hombres, ni que ceder el paso es obligado, para los varones, especialmente en incendios o naufragios[2]. Al cinismo no le importa la verdad. A la propaganda totalitaria le basta un adjetivo para desposeer de toda razón al disidente, como si fuera judío.

 

Pero ser hombre va más allá de tales nimiedades, que están sujetas a variar con las costumbres.

 

 

El orgullo de ser hombre

 

Como el artículo va camino de ser más largo que un día sin pan, me limitaré hoy a abordar solamente dos facetas de la masculinidad que son lo bastante relevantes y generales, y harto difamadas: como amantes y como padres.

 

Amantes. Afirmo que los hombres no son polígamos ni promiscuos, y ahí está el ejemplo de la mayoría para no dejarme mentir. Sé que mucha gente acepta como “natural” o “instintivo” el tópico que los declara proclives a meterla cada vez que pueden, y cuanto más mejor, por el mero instinto de descargar. «Los hombres son así» (ligón, putero, matador, pichahierro, pollasuelta, pichabrava…). Con tal estigma ¿quién no se avergonzaría de su deseo?

 

Pero el deseo profundo del varón es siempre perderse en la tremenda potencia del placer femenino, caer más y más en sus ojos, viajar a lo desconocido. Es una búsqueda intrínsecamente espiritual, cuyo motor es la libido. Ningún hombre siente que posee, sino que es poseído[3]. Esto es muy claro: el varón quiere ser tragado, como es evidente con sólo mirar la mecánica sexual. Un anhelo impotente, por supuesto, e imposible, como es imposible dejar de ser. Por ello el impulso se renueva y es preciso intentarlo una vez más, y mil. Ser hombre es darlo todo.

 

Sexo y amor convergen así; en ese intento de viaje sin retorno el deseo sexual confluye con el amor puesto que con la compañera, siempre la misma, se establece la profunda lujuria de la costumbre. Con ella, el trance sexual es cada vez el mismo y cada vez distinto. Con ella, se va de una estación a la siguiente, siempre más allá, y se refuerza la esperanza de no volver.

 

Así las cosas, y siendo tales los sentires, cómo es que son tantos los desastres, hay tantas rupturas, tantos cuernos, tantos hombres que abandonan. En mi opinión, si se está bien emparejado, tener otras parejas es perder el tiempo. Y si no se está dispuesto a dar la vida por tu pareja cada día, no hay que comprometerse. Nadie está obligado.

 

Padres. Los hombres no podemos parir, para nuestra desgracia. Por ello, las relaciones de la madre y del padre con el recién nacido no son simétricas. Durante el embarazo, la madre ha disfrutado en su seno de un vínculo plenamente físico y el padre solamente ha tenido un vínculo espiritual. Digo “solamente”, pero este vínculo del padre puede ser tan fuerte como cualquier otro. En todo caso, son ellas las que saben —y no saben— de ese misterio de nutrir en su seno a otro —y no otro— y alumbrarlo al mundo con sangre y dolor de muerte. Y son ellas las que lo tienen presente en el zafarrancho de cada luna. Lo que señalo es que los papeles de los progenitores son distintos en los primeros meses de vida. El vínculo físico y sensual del bebé y su madre ha de tener continuidad tras el nacimiento y durante largos meses ha de tener preferencia. El cachorro humano es un nacido muy inmaduro en el momento del parto y necesita al menos otros nueve meses para completar su desarrollo orgánico y funcional. Durante ese tiempo, las atenciones y el contacto entrañable y continuo de la madre, principalmente, le aportan la seguridad y el placer que requiere la buena marcha de su salud. El padre se encarga de que esa relación madre-hijo tenga las condiciones que necesita. Vigila y protege, provee y defiende, aporta seguridad y soluciona las molestias que se presentan. Ésta es la principal responsabilidad del padre en ese tiempo: hacer posible la relación plena de la madre y su hijo, y éste es su placer y su orgullo. Y por supuesto suple a la madre cuando es necesario, pero no la sustituye en grado equivalente. Paulatinamente, y desde luego cumplidos esos meses primeros, la relación de ambos progenitores con el hijo se equilibra y se hace simétrica, al compás de que el crío va ampliando su mundo.

 

Se puede decir que la especialidad masculina es, por inclinación y sin excluir a las mujeres ni a nadie, defender y proteger; así como la femenina es, por capacidad y sin excluir a los varones ni a nadie, cuidar. El imperativo de proteger es un alto compromiso, desde luego, que implica valentía y riesgo, pero que también lleva aparejada la exigencia de no abusar nunca de una posición de fuerza. Nunca.

 

Sin la participación de los hombres, sin la acción de lo masculino, no se acabará la violencia contra las mujeres[4]. Nunca podrán ir seguras por las calles. La policía y los Servicios Sociales no van a salvar a las mujeres, no van a reducir los asesinatos ni las agresiones. El aumento constante de agresiones sexuales entre los jóvenes se achaca a la falta de “educación afectivo-sexual”. ¿Por qué esa falta? Denigrar lo masculino es privar a la sociedad de su principal dique contra la violencia, es anular a los agentes de cambio contra las actitudes sexistas, contra el maltrato a niños y ancianos, contra el abuso sobre los débiles.

 

(NOTA: Bien. Si este artículo te suena idealista, falto de realidad, que habla de una entelequia, de hombres imaginarios, o de un pasado lejano en ninguna parte, agradeceré tu comentario crítico).

 

Antonio de Murcia

 

[1] Como fenómeno secundario pero revelador, un montón de feministos se han apuntado al pesebre del Feminismo de Estado. Su oficio es halagar a las tías, repitiendo sus mantras, de la forma más groseramente paternalista. En la parte contraria, aparentes críticos del feminismo estatal, rancios machistas en realidad, se protegen con el preludio: «A mí me gustan las mujeres, no tengo nada contra ellas», y a modo de prueba: «tengo mujer, tengo hijas…». Por su parte, muchos gays han cambiado el rol de locas alegres, que en décadas pasadas les proporcionaba cierta tolerancia social, por una sobreexposición hasta el hartazgo en programas de telebasura, películas y series donde exhiben mucha pluma asociada al tópico de seres sensibles, tiernos y con mucho gusto estético. Y jamás malvados. Con tanta “visibilización”, nos van a hacer perder el gusto, tan arraigado entre los hombres, de disfrazarnos de mujeres.

[2] Más de un siglo transcurrido, todavía persigue la infamia al armador del Titanic, que se salvó en el último bote cuando aún permanecían en el barco mujeres y niños, que perecieron.

[3] Claro está que uno puede creer que “posee”, “hace suya”, “jode”, “se tira”, etc., pero en eso consiste el pobre placer de dominar. Igual que el sadismo no tiene que ver con ningún placer sexual, sino con el placer de dominar a la criatura inerme, de ejercer poder sobre la sagrada carne desnuda; en este sentido no es una variante sexual, aunque use sus órganos.

[4] Hace unos años un anuncio televisivo dirigido a los jóvenes apelaba a la masculinidad frente a la violencia y venía a decir que el comportamiento machista te disminuía como hombre. Por desgracia, esta línea de discurso fue una excepción y no tuvo continuidad. Fue sustituida en seguida por el discurso larvado de que todo hombre es un potencial agresor.

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