Por Antonio de Murcia
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Dicen los expertos en el asunto, o los que repiten lo que dicen los expertos, o los que —como yo— repiten lo que dicen los que repiten lo que dicen los expertos, que para producir una sonrisa se activan entre doce y diecisiete musculitos del rostro humano. Un montón para un gesto tan pequeño y de tan poco esfuerzo. Y es que será un gesto modesto, pero con gran variedad de posibilidades. Un gesto propiamente humano según los patriotas de la “raza” humana, que siempre están dispuestos a negar el pan y la sal a las demás especies vivas con tal de quedar como la especie superior y más lista. Sea como sea, en nuestro lenguaje de signos sonreír expresa muchos sentimientos distintos y lanza una rica gama de mensajes. No simplemente revela nuestra complacencia por algo —que es lo primero que se nos viene a la cabeza cuando nos ponemos a definirla—, sino que la usamos para muchas más cosas. El significado de una sonrisa está mediado por la situación pragmática que se vive y por el matiz que la intención ponga en ella; con lo cual se llega a una cantidad tan infinita como la vida misma.
Por eso mismo no puedo pretender nombrarlas todas, aunque sí las más corrientes (y si en la lista faltara alguna muy querida para ti, no tienes más que añadirla). Así es que de sus principales usos sí es posible ensayar una breve taxonomía y, en una primera agrupación un tanto tosca, clasifico las sonrisas en buenas, malvadas, mentirosas y sombrías. Empezaré por enumerar unas cuantas de éstas últimas y luego seguiré con las otras hasta llegar a la única sonrisa imprescindible, la única que necesitamos vitalmente, la que es toda nuestra esperanza.
Sombras de sonrisas
Obviamente, la más triste sonrisa es la no-sonrisa, la que no se produce, la que no se da aunque se la espere o se la necesite. En tal momento, y haciendo un considerable esfuerzo, puede uno forzar si acaso una especie de sonrisa mueca para disimular la impotencia que se sufre. Y si hay algo mejor disposición esbozar una s. triste, sin ganas ni conexión con clase alguna de placer interior. Prima suya es la s. amarga, que se aplica también al obtener un éxito no deseado o al ser objeto de una injusticia. Para algo parecido es la s. dolorosa, presente asimismo en las despedidas que lo son.
De otro orden sombrío es la s. cobarde, que pretende por miedo ocultar nuestro verdadero sentir. Y me duele tener que meter en este apartado a la s. boba, que tan apta es para figurar entre las benéficas cuando expresa el arrobo y la ternura para con las criaturas inocentes, pero es que también indica otras veces la indolencia del sujeto al que se le cae de la boca.
Entre la luz de los focos y la sombra de la farsa queda la s. congelada de políticos y otras estrellas del espectáculo, que demuestra su férrea voluntad de hielo.
Mentirosas
El registro en este apartado debe empezar con las directamente falsas, que impostan aprecio ficticio en lugar de la hostilidad real. Igual que las hipócritas, reinas del fingimiento. Un punto menos de falsía tiene la s. cínica, pero añade más descaro y desvergüenza. Aunque el sarcasmo es más propio de la risa, también se ensaya la s. sarcástica, más hiriente que la irónica y más ofensiva que la sardónica, que a su manera mecánica es un grado más que burlona y con más mala leche.
En tierra de nadie quedan las s. enigmáticas, que vienen a reservar el pensamiento propio para mejor ocasión con el fin de ganar tiempo.
Malvadas
Sonrisas que representan alguna clase de mal hay bastantes, pero todos reconocemos la s. maligna, la cual llega a aterrorizar cuando se detecta en quien creíamos fuente de todo nuestro bien. Vinculadas a ella, pero en grado menor, están: la sádica, que disfruta con el sufrimiento ajeno; la cruel, que aprovecha la ocasión de acrecentarlo; la perversa, que anticipa el disfrute de contemplarlo; y la venenosa, que lo desea intensamente.
Como malvadas relativamente veniales tenemos la gama que podría llamarse de autobombo, entre las que se cuenta la s. despectiva, que efectivamente transmite desprecio hacia quien vaya dirigida. Una variante menos orgullosa pero más vanidosa es la s. de superioridad, que pretende aplastar al prójimo por medios pacíficos. Provocativa es la s. bravucona, más que la arrogante, pues ésta se satisface a sí misma.
Las Buenas
Siendo como es expresión de contento, también la sonrisa puede trabajar a la inversa: o sea, para invocar algún bien. Entre una y otra función, se cuentan pues muchas sonrisas buenas.
La más modesta de las buenas es la s. cortés, pero que, en fin, al menos salvaguarda gentilmente el respeto debido; igual que la afable suaviza los inicios de cualquier diálogo. Escalón por encima está la s. benévola, que aporta su pizca de tolerancia, aunque parezca un tanto condescendiente. Emparentada con ésta tenemos la s. comprensiva, con mayor capacidad de aportar confianza para afrontar un trance. Y para los trances malos nada hay como la s. compasiva, sin pasarse para no ofender. Por contra, cuando todo va bien aflora la s. complacida, expandida en la s. de satisfacción. Ascendiendo a motivos más espirituales florece la s. beatífica para significar la perfección del momento. Pero por encima de todas está la s. sabia, tan sabia que sabe por sí sola cuándo y cómo debe encarnarse.
En el campo de los mejores sentimientos de afecto aparece inmediata la s. cariñosa derramando su miel. Y para incitar una respuesta afín disponemos de la s. juguetona. Para mayores logros la s. de complicidad nos une a otros en momentos de magia, como se formula de maravilla en la famosa novela REBECA (la cual nos ha dejado una peli memorable y una prenda ligera de abrigo): «Cuando observo su sonrisa sé que estamos juntos, que caminamos de acuerdo, sin que ningún conflicto de opinión o pensamiento pueda separarnos». Pero para mí que la más bella es una sonrisa preciosa que pudiera llamarse sonrisa a dúo, semejante a un beso sin contacto: [la sonrisa] «parecía una sola saltando de boca a boca» (en FORTUNATA Y JACINTA).
Había prometido al principio mentar la sonrisa imprescindible, la más necesaria, la que más importa, la única vital; pero, ay, no conozco su nombre. (Todo lo puramente verdadero carece de nombre, esa carga que nuestro lenguaje humano endosa a lo desconocido). No se puede describir bien ni, por supuesto, ensayarse. Sólo por aproximación puedo llamarla amorosa, y pura, toda buena, sin contradicción dialéctica ninguna —como la del bebé en sus primeros meses, trasunto de la materna. Sin mucho entusiasmo pues, me animo a llamarla sonrisa entrañable, ya que quizá nazca de lo más profundo de nos.
Su atributo esencial es ser símbolo o epítome lacónico de amor. Y el amor, ya se sabe, es enemigo mortal del miedo, que es, ya se sabe, caldo de cultivo y condición necesaria de toda sumisión. Dirigida a un niño como destinatario, transmite salutíferos mensajes comprimidos que, desglosados, dan por ejemplo: «Qué gusto tengo de verte», y «Para mí eres bello», y «Sólo puedes esperar de mí lo bueno». No me negaréis que sonrisas así necesitamos también todos nosotros, los niños de cualquier edad.
Una única sonrisa así recibida en toda la vida se atesora como el recuerdo más preciado. Y si resulta que por milagro uno recibe tal regalo de forma habitual… ah! entonces resulta que uno ha tenido todo lo que necesita para disfrutar de seguridad en sí mismo, de valor inagotable en toda situación y de la capacidad de desarrollar con plenitud sus facultades.
Como no funcionamos a trozos estancos, la sonrisa va en sincronía con otros gestos, en especial con la mirada, formando significantes ampliados. La sonrisa entrañable va siempre acompañada de una mirada luminosa. Con tal sinergia, se hace innecesario hablar, no hace falta decir nada, pues las palabras debilitan el vínculo recién creado. Mejor callar. Si sonríes entrañablemente y miras a los ojos, ¿qué mal puede suceder?
La sonrisa entrañable habla en todos los idiomas, pues es emblema del anhelo de unión. Si el Poder nos quiere separados, es un acto revolucionario permanecer juntos. La unidad es nuestro mejor valor… Uy! Perdón, sin querer he saltado de tema. La ardua cuestión de la unidad en la acción revolucionaria quede para otro día.
Antonio de Murcia, 23
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