Por Celia Rodríguez
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Hace algunos años se hizo viral un vídeo de algún lugar del Lejano Oriente en el que un camión atropellaba a una niña en un callejón. La cámara de vigilancia pudo captar como pasaban las horas mientras vehículos, trabajadores y transeúntes permanecían impasibles. Tiempo más tarde, una mujer desconsolada recogía el cuerpecito inerte de la pequeña.
Esta escena de horror que muestra a una sociedad totalmente enferma, automatizada, preocupada solo de sí misma (donde el sí mismo puede ser tan simple como el poder comer ese día) y sin ningún grado de empatía por otro ser humano, conmocionó a todo aquel que recibió las imágenes.
Como en estas benditas tierras tenemos la sana costumbre de importar toda la basura, esta deshumanización iba a aparecer antes o después.
Ya nos lo ha hecho saber la prensa: el pasado 13 de junio (martes 13), Inmaculada, una trabajadora del call center de Konecta, sito en la calle San Romualdo de Madrid, cayó desplomada en el suelo de su puesto de trabajo, concluyendo así sus 57 años.
El resto es una suerte de versiones opuestas donde unos dicen que no pudieron dejar de trabajar mientras el cuerpo inerte de Inmaculada esperaba tres horas bajo una sábana la aparición del juez, mientras otros dicen que pudieron irse a casa a seguir trabajando.
Esta discusión podrá continuar años, instrumentalizando la muerte de una empleada para tirarse los trastos entre trabajadores, sindicatos y patronal, sin mirar ni de soslayo cuál es el verdadero problema, ni pensar en Inmaculada (en quien era de verdad) ni dejar de considerarla como simple arma arrojadiza.
Obviamente, si es cierto lo que cuentan sindicatos y trabajadores sobre que no pudieron parar la actividad por ser “esencial”, estamos ante un acto aberrante del que no se podrá sacar ninguna conclusión positiva.
Si los que dicen la verdad son encargados y empleados que cuentan que les permitieron irse a casa para seguir teletrabajando, tampoco hay nada en ese argumento de lo que sentirse orgulloso.
Y en todo esto, lo verdaderamente lamentable es que la familia de Inmaculada ha perdido a alguien insustituible, mientras que Konecta solo ha perdido un número, ¿a quién le importa un número?
Inmaculada era una mujer anónima de la que no sabemos prácticamente nada. Tal vez tuviese hijos que hoy la lloren, hermanos, pareja, padres o tal vez estaba sola en el mundo. Seguro que contaba los días para poder jubilarse, que habría hecho miles de planes para entonces, o tal vez nunca hizo nada de eso.
Es muy improbable que muriese haciendo el trabajo de sus sueños, pero, a saber. Puede que sacrificase el cuidar de sus hijos o estar con los suyos o refrescarse en la playa, por trabajar para otros que solo la ven ahora como instrumento o simple anécdota, aunque su trágica muerte la coloca muy por encima del resto de sus compañeros, alcanzando ese escalafón en el que el jefe de turno se enteraba de que tenía una trabajadora con ese nombre y hasta tuvo que fingir que le importaba.
Pero lo que sí podemos afirmar sin temor a equivocarnos es que nadie podrá decir que no fuese una verdadera “mujer empoderada”, una trabajadora que decidió tomar el camino de la doctrina del feminismo institucional, yendo a diario a un lugar donde el polvo importa más que ella. Podía sentirse orgullosa de ganarse la vida sin ser oprimida por un macho doméstico, porque es evidente que el macho (o fémina) laboral no oprime. Se podía mirar en el espejo y sentir el poder femenino consistente en estar varias horas pegada a un ordenador en lugar de hacer cualquier cosa que prefiriese hacer, mucho más beneficiosa para ella misma y para los suyos. También debía sentirse muy digna por trabajar en ese centro de acumulación humana porque el trabajo dignifica.
Y si no estaba demasiado contenta con su puesto, su trayectoria profesional o su sueldo, esas feministas adalides del empoderamiento podrían haberle soltado un sonoro “pues haber estudiado”. En realidad, no sabemos si Inmaculada sabía que esas grandes feministas institucionales que hablan de empoderamiento y cuyo mayor oficio es el de hacer pancartas, piensan que las mujeres como Inmaculada, con “esos trabajos”, pues bueno…, digamos que no están a su mismo nivel, empoderadas sí, pero no a su altura.
Por lo demás, el 13 de junio de 2023 continuó como si tal cosa, y los trabajadores siguieron atendiendo llamadas, en la oficina o en su casa, Konecta siguió recogiendo beneficios, causando un poco de malestar en la opinión pública, nada importante cuando se habla de capital. Las mujeres empoderadas siguieron haciendo pancartas y hablando de las maldades inherentes a la familia, y los sindicatos intentaron sacar rédito de esto o de cualquier cosa, como los medios y algunos otros más.
Pero en algún lugar, hay personas que sí llorarán por la verdadera Inmaculada, gente que sintieron el mundo quebrarse ese día, seres que recordarán esa fecha siempre, con los que tal vez, y solo tal vez, Inmaculada no pasó más tiempo porque necesitaba “sentirse” empoderada.
Celia Rodríguez Franco, junio 23
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