Por Antonio de Murcia
Los sirgadores del Volga. Óleo de Iliá Repin. 1873. Museo Estatal Ruso, San Petersburgo.
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No descubro nada nuevo: la cosa está chunga, peatones. Para la revolución digo. O no. Quién sabe lo que puede pasar en un plazo más o menos mediano o más o menos largo. Yo no.
Pero, basándome en lo que ven mis ojos, llega a mis orejas y huelen mis napias (o sea, los sentidos que cualquier viandante por estas tierras de España puede desperezar si quiere) no veo condiciones. Y los sesudos tratados sobre el tema que me meto en el cacumen no contradicen la observación.
Me refiero al factor humano, claro. Porque razones para ponerlo todo patas arriba hay de sobra. Pero la santa ira se hace esperar.
Como le pasó al Che cuando fue al Congo a principiar el levantamiento del África. “Falla el material humano, aquí poco revolucionario”, dijo el hombre más o menos. Y se volvió pa Cuba. Yo llegué hace mucho a la misma conclusión, salvando las distancias, mirando las caras de los conductores a pie de carretera. Haciendo autostop. España entera me la crucé así en varias diagonales. Y no es porque no pararan, que entonces si paraban (eso sí, en unas partes más que en otras). Y tampoco porque los amables recoge-colgaos no fueran expansivos y cordiales, que lo eran. Pero los ratos con el dedo en ristre dan para visualizar muchos miles de rostros. De estos “ratos” recuerdo dos que son mi récord particular clavado en el mismo sitio: uno a la salida de Castelldefels (8 horas) y otro en Béziers (36). Con millones de coches en fila india a dos por hora. Da tiempo a hacer un máster de caras. Por cierto que de Béziers me sacaron unos catalanes que iban a Turquía. Iban cogiendo gente y pidiendo contribución para sufragar la gasolina del viaje. Los tíos. Apoquiné 10 francos por los apenas 100 kilómetros que duraba mi trayecto.
Pero a lo que iba. Parado ahí como un poste no hay otra cosa que hacer más que vigilar los más mínimos rasgos que delaten un carácter, un pasado, un horizonte. Y aparte, una pista para adivinar si me pararían o no. Lo más general que delataban, incluso en aquellos tiempos efervescentes, era un capazo de púas y la firme determinación de hacer siempre lo que está mandao, con a lo mejor algún refunfuño en privado. En el mejor de los casos. Y no sería porque faltara “propaganda revolucionaria”.
La evidencia observacional resultó triste porque se trataba de una decepción propia de la edad juvenil (y constatada muchas veces desde entonces). Pero bueno, por muy evidente que fuese la evidencia no cambié por eso mi resolución de bregar siempre contra el poder al lado de los míos, los que lo sufren. Por si el día menos pensado se dan las condiciones de desmontarlo. La libertad, o se lleva dentro, o no es más que humo de pajas.
Una observación, digamos más seria, dentro del mundo del trabajo tampoco me llevó a percepciones diferentes. Como no soy un intelectual, lo que pienso tengo que verlo y vivirlo. No encontré, a lo largo de esos años, un agente colectivo con potencial revolucionario en los varios oficios en los que pringué, que no fueron pocos. Como jornalero en el campo, empleado de hostelería, emigrante en Suiza y obrero industrial1. Y aún menos como funcionario en la biblioteca universitaria donde me he tirado varias décadas y he visto pasar, además, generaciones de estudiantes. Y lo peor: en todos esos ámbitos, demasiados (no todos) de los que parecían tener veleidades revolucionarias estaban prestos a rendirse a los encantos del dinero. Todo lo cual no quita para que haya ido estirando de la estaca a la que estamos atados. Por aquí y por allá una y otra vez, a ver qué pasa y por si acaso.
La cuestión es que de entonces pacá mis vecinos de patria no han dado motivos para cambiar el prisma sobre el “material humano”. Los de abajo procurando estar a buenas con lo Alto y lo Alto en guerra declarada contra los de abajo. Cada vez más declarada. Y los súbditos disimulando, como que no pasa ná. Haciéndose los buenos ciudadanos, cooperando mal que bien.
Por mucho que nos entretengamos con embelecos, la guerra está ahí, sufrida día a día. Estamos en guerra (al menos yo, aunque no la haya inventado). Partiendo de esta premisa hace falta una línea a seguir, una ruta, un plan, con posibilidades de victoria, o al menos con posibilidades de impedir la propia aniquilación. Una estrategia revisable siempre a la luz del estudio de la situación en que se está. No soy ningún estratego Sun Tzu, pero para preparar una batalla es sensato ponerse en lo peor. Es decir, hay que considerar las condiciones más desfavorables y actuar tomándolas en cuenta.
El panorama del momento no es muy novedoso. La masa mayoritaria sigue soportando y dando soporte al Poder, como casi siempre. Y todo indica que así seguirá, pues clase revolucionaria que aspire a una transformación radical sigue sin verse por ninguna parte. Pocos y dispersos son los que están por ello.
En su progreso, el poder político económico cultural que padecemos se ha concentrado y ampliado de manera colosal. Acrecienta su dominio día a día sobre sociedades más y más inermes. Y puede tirarse así siglos, por muy putrefacto que esté, que lo está.
Las crisis agudas internas del sistema (bancarrotas, catástrofes, miserias, guerras), con subsiguiente aumento del sufrimiento, siembran inestabilidad pero no garantizan una sublevación popular. Ni el sentido que ésta pueda tomar. Lo mismo puede tirar para la libertad como para la tiranía. Aunque las calamidades abren alternativas, hay muchos ejemplos de que el sufrimiento es peor vía para la liberación que, por ejemplo, la vindicación de la honra propia.
Pero como la vida no para y yo no tengo vocación de cenizo, admito que se atisban unos rayos de luz desde el fondo de la caverna. Y es que la cosa no está lo que se dice sosa. Precisamente en los fenómenos de descomposición que proliferan está nuestra esperanza. Puede que el propio sistema, en su deriva suicida, nos obligue a hacernos revolucionarios de verdad. Habrá que seguir por todos los medios dando la vara con las propuestas de la RI para que la gente no se despiste sin remedio. Y habrá que estar preparados por si acaso. Para lo que pueda venir.
Hoy ya mismo, ese endiablado viento favorable impulsa la colaboración, cooperación, ayuda mutua… o como se diga. Si queremos construir las bases de una vida libre hay que crear una red de supervivencia, de asistencia mutua, de vida alternativa frente a la ratonera a la que nos conduce el sistema y frente al sistema. Sin esperar ningún estallido de fervor revolucionario, que no está en nuestra mano. Es un camino lento, pero ahora mismo no hay otro. Además, la prisa mata más que la guerra.
Este pequeño grupito de la RI no puede hacer muchas cosas, pero sí algunas. Está capacitado de sobra, por ejemplo, para hacer una pequeña red de apoyo mutuo entre simpatizantes o afines a los postulados RI. Una, en principio, diminuta red dedicada al intercambio de trabajo, conocimientos, bienes y socorros. A pequeña escala, naturalmente, para empezar. Y, también naturalmente, no local, sino extendida a cualquier punto de nuestra Iberia, allí donde un colectivo o individuo adherido a la RI brega por su vida libre. Una modesta trama con aspiración de ser germen de una economía comunal, aun en esta forma deslocalizada. Hace falta, claro, decidirse. Crear un equipo coordinador de las unidades que voluntariamente se adhieran en calidad de miembros. Una red para contribuir, precisamente, a forjar una fuerza revolucionaria, consciente. La cooperación en los mismos afanes estrecha lazos, crea amistad, hermana. En el seno de tal red, laborando en ella, se comprenderá mejor lo que la revolución significa.
Antonio de Murcia, diciembre 2024.
1 Mi currículo laboral es, más o menos sucesivamente: aprendiz de tapicería, aprendiz de carpintero, mozo de almacén de frutas, cortaor de limones y naranjas en media docena de exportadoras de Murcia, recolector de melones en el campo de Cartagena, tres veranos en empresa de fumigación en Murcia y Alicante, vendimia en Francia, tres veranos de pinche en hotel de Calella, un verano de friegaplatos en hotel de Menorca, horticultor a jornal en Castellón, un año de marmitón en restaurante en Zurich, un año de encargado en planta química (mi oficio más auténtico es técnico químico). Aparte, otros currelos menores a los que no pude hacer ascos: construcción de estructuras, venta de productos de limpieza a domicilio, encuestas en persona, descargador de camiones en Mercabarna, criador de conejos…
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