Por Jesús Trejo
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En estos convulsos tiempos que con certeza nos va a tocar vivir en la próxima década, hay imágenes, de las miles con que nos atronan cotidianamente, que sugestionan la imaginación permitiendo interesantes analogías y metáforas.
Hablo de Pompeya y de su destrucción en el año 79 d.c. por la erupción del Vesubio.
Pompeya insufla aun hoy una majestuosidad asombrosa. Su estructura urbanita bien planificada, sus pasos peatonales elevados y su conducción hídrica, sus anfiteatros, los restos bien conservados de su foro, sus pinturas y murales, los sofisticados mosaicos que adornan suelos y paredes, la impresionante extensión del enclave, todo invita a hincar la rodilla ante el Imperio y babear por su poderosa técnica y su exquisita cultura. Y sin embargo, era una ciudad muerta, sin ganas de luchar. La ciudadanía no se movió cuando entró en erupción el volcán; la masa ahíta de diversión y dejadez vital, se dejó morir en su cotidianeidad. Las figuras calcinadas que nos ha dejado los moldes sacados de la lava indican, más que la impetuosidad de la erupción, la indolencia de las gentes y su endeblez, siquiera para escapar.
Llena de prostíbulos, termas, bares y circos, Pompeya expresaba perfectamente la decrepitud de Roma, el tramo cíclico final de todo poderío, su decadencia. Tal vez, lo que más define ésta, sea el gran contraste entre sus firmes estructuras arquitectónicas y la fragilidad de los espíritus que habitan esos acomodados lugares. Tal vez el talón de Aquiles de todos los Imperios sea precisamente ése, la pretensión de granjearse el beneplácito de sus súbditos llenándoles de dádivas y lisonjas, las cuales ablandan sus espíritus y son incapaces de mantenerse como personas con energía vital, decisión y creatividad.
Según la historiografía oficial, el mayor esplendor y extensión de Roma se alcanzó con Trajano, a partir de finales del siglo I, y su decadencia se data con el Bajo Imperio desde Diocleciano a partir del 286. Pero estas grandes divisiones, tan preciadas por los cuentistas historiadores, obvian que la pujanza o decadencia de un cuerpo social no se mide por el perímetro de su cintura fronteriza, sino por su altura de miras y su proyecto.
Y el Imperio romano, caracterizado en la ciudad de Pompeya en el momento de la erupción, hacía tiempo que sólo ofrecía vino, rameras, esclavos y agua atemperada. Por eso la descomposición de los cuerpos sociales se mantiene larvada en su interior y éstos muestran su debilidad estructural en los momentos donde una gran crisis demanda la energía de la comunidad.
Del mismo modo, Occidente lleva languideciendo desde finales del XVIII, con la famosa Modernidad que terminó por decantar la balanza del ancestral conflicto entre Pueblo y Estado definitivamente hacia las elites propietaristas y funcionariales, con una remozada estructura laica y constitucional que imponía por decreto la felicidad, como principio envenenado para dar el golpe de gracia a la resistencia del espíritu popular, libre y sacrificado, aun latente en el mundo rural, sustentado en unos bienes comunales ya diezmados pero todavía enérgicos, renuente a la delegación de sus instituciones, economía, modos de vida y costumbres.
La felicidad ha sido la zanahoria que colgaron los regímenes constitucionalistas para seducir al pueblo a que tirara de la pesada carreta estatal, con su lastre formidable en forma de impuestos, ejército y yugo cultural. Esa felicidad, entendida como posesión y disfrute de bienes de consumo, es la que se ofreció a los súbditos a cambio de que renunciaran definitivamente a su soberanía y la delegaran en los gestores estatales, y ha sido una perversión en los principios que vertebraban la cosmovisión europea de libertad abnegada, espíritu crítico y respeto por uno mismo y por los demás, herencia de las tradiciones comunales y el legado filosófico cínico estoico acrisolado en el cristianismo.
Hoy asistimos al final de esa época “feliz” que ha devastado Occidente desde la última gran guerra realizada en Europa. Y digo devastado, porque se ha llevado casi todo lo que quedaba de virtuosa y preciada de la civilización grecolatina. Los 70 años de consumo, hedonismo, cultura pop, evasión, inmanencia, estulticia, etc., que han sido propagados a los cuatro vientos como el no va más de vida plena, Yupimpeya, encuentra ahora su vacío.
La economía de guerra que se avecina, en forma de subvenciones mínimas a modo de cartillas de racionamiento, de aumento impositivo directo e indirecto, de presión laboral en forma de jornadas interminables y vigilancia productiva, de incremento de la propaganda y la tendenciosidad de la opinión, de represión y persecución de la disidencia que se atreva a cuestionar el régimen cuartelero, de desmantelamiento del colchón bienestarista y de sus cuatro patas desvencijadas (educativa, sanitaria, pensiones y desempleo), todo ello formará la catarsis previa a la gran explosión de la fosa sísmica que anida en Europa, que son sus Estados.
Porque vivimos a las faldas de un Volcán que se llama Estado capitalista, y cada cierto tiempo convulsiona, a veces en forma de erupciones moderadas y sin lava, que solo “asfixian”, como las cíclicas crisis económicas que llevan a la miseria a millones de personas, y otras catastróficas y sangrientas que lo cubren todo con la lava del mismo color de la sangre, que son las guerras sistémicas que los poderes estatales entablan entre sí para satisfacer sus ansias de Poder expansionista o para solucionar sus contradicciones económico políticas.
Hay muchas voces críticas con esta situación, pero niegan la mayor, a saber, que el volcán-Estado sea el problema. En su lugar, defienden los efectos benéficos para la economía y la sociedad que ofrecen los residuos desprendidos desde los cráteres, formando suelo productivo y emergiendo islas donde antes solo había océano, y que en última instancia, la humanidad se ha desarrollado gracias a estas geologías verticales, tan caprichosas y vehementes, y que no podemos vivir sin ellas. Por eso, estos críticos se centran en el tipo de volcán, el capitalista, para centrar su descontento y plantean que si conseguimos que éste cambie su forma liberal por una más socialdemócrata no sería tan destructivo, y seguiríamos disfrutando de su limo y su tibieza. Ponen para ello como ejemplo las múltiples variedades que la vulcanología muestra, y de lo que se trata es de huir a las faldas de aquellos volcanes mansos y agradecidos. El único problema es que todos los volcanes están conectados con la esencia última del problema sísmico, el magma de la voluntad de Poder de las elites poseedoras, y que unas veces solo humean y otras arrasan.
Hoy asistimos a los primeros movimientos sísmicos que presagian un estallido volcánico militar en Europa, y por enésima vez se presenta una estupenda ocasión entre sus adocenados pueblos de cuestionarse si realmente merece la pena vivir a los pies de un volcán, viviendo del subsidio de sus cenizas, o prefiramos la vida más sacrificada y auténtica de hombres libres que se adentren a la fumarola del volcán y lo extingan definitivamente, desmantelándolo.
Los últimos días de Yupimpeya también podrán ser los primeros días de Comunalia.
Jesús Trejo
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