Sobre la violencia, el poder y la libertad

Publicado el 1 de marzo de 2024, 9:56

Por Jesús Trejo

[Tiempo estimado de lectura: 14 minutos]

 

Cuando el último Hegel1, aburguesado y estatólatra, quiso justificar las carnicerías bélicas, propias del Estado moderno iniciado con la Revolución Francesa, buscó darle el barniz del maquillaje filosófico, y con desvergonzada solemnidad, sentenció: el hombre es nada, la Razón (el Estado) es todo.

 

Este atentado a la esencia primera de la filosofía, la Verdad, es lo que desautoriza prácticamente a todas las grandes teorías, porque niegan lo más elemental de ella: su concreción. Por eso cuando Hegel despreció a cada uno de los 3 millones de varones desmembrados en los campos de Valmi, de Marengo, de Trafalgar, de Jena o Waterloo entre 1803 y 1815 por las guerras napoleónicas, hizo 3 millones de infamias negando la Verdad de la vida de cada campesino, pequeño comerciante o arriero europeos entre 15 y 50 años, conscritos a los ejércitos contendientes.

 

El escándalo estaba servido, y pronto vinieron otros eruditos, igualmente abstractos, a enmendarle la plana al “oscuro perro muerto” berlinés, con la retahíla de que el problema no era el ansia desenfrenada del Estado moderno por expandirse, sino la naturaleza humana, o más en general, las leyes de la naturaleza. Schopenhauer escribe en 1819 su obra “el mundo como voluntad y representación” argumentando en contra del filósofo oscuro, y ya desde el título anuncia cuál era el pecado capital causante de los males y sufrimientos humanos: la ciega e insaciable voluntad de vivir, de acaparar, de imperar. Ahora ya no son los Estados, sino una consustancial ansia de voluntad, que caracteriza además sobre todo a los europeos, la que propicia esta lucha criminal por la vida. Ahora, en vez del Estado como violencia instituida, en su lugar se culpabiliza a la gente del común de la carnicería en los campos de batalla y el colonialismo, sin que haya una palabra sobre las levas obligatorias a punta de bayoneta con las que se secuestraba a la población popular masculina para el ejército.

 

Ambos planteamientos recogen las argumentaciones que las posturas pacifistas esgrimen para condenar lo que se conoce como Violencia. Esta palabra está denostada entre el pueblo, porque representa la actividad insaciable del Poder o el instinto insaciable de la voluntad humana.

 

La violencia hoy día se vincula casi exclusivamente al uso de la fuerza armada con intenciones de agresión y ofensa, sea por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado2 , o por bandas de delincuentes (que en frecuentes ocasiones son los mismos). Desde esta interpretación, violencia y agresión imperialista, abuso de autoridad o asalto de propiedad es casi lo mismo.

 

Además, la frustración y rabia concentrada entre los sometidos, su bajo nivel de reflexión y su alto consumo de drogas, hace que también la violencia se asocie con actos vandálicos en momentos puntuales, bien sea acontecimientos deportivos, conciertos o simplemente altercados entre iguales (disputas vecinales y de convivencia).

 

Para arrogarse el monopolio de la violencia, el Estado debe crear las necesidades sociales que demanden la seguridad que presuntamente los institutos armados ofrecen. Esta necesidad es generada precisamente por la presencia de actos delictivos, y estos son propiciados por dos elementos fundamentales, desarraigo social y drogas.

 

Desde el Estado se encarga de promocionar ambos, el primero con la emigración masiva, y el segundo con la facilitación del tráfico de drogas y la impunidad del ejercicio de dicho comercio ilegal (penas laxas, tráfico permitido sibilinamente, etc.).

 

La delincuencia existe porque está potenciada desde las esferas del Poder, y cuando el Poder ha decidido extirparla, cierra el grifo, expulsa a los malhechores o les encierra de manera prolongada y eficaz, desarticula las bandas y las descabeza. Porque en los centros de Policía y del CNI se sabe perfectamente todo: dónde están los grupos, sus mecanismos de distribución, sus rutas de abastecimiento, sus cuentas bancarias, todo. Si se deja que actúen, es porque hay muchos intereses, y no solo crematísticos, como nos quieren hacer creer los noticiarios a sueldo de la plutocracia, que de vez en cuando sueltan una noticia espectacular donde un alto mando que se lucraba del negocio de la droga es arrestado y purgado, sino de otra índole: el fortalecimiento de la parte coercitiva del Estado, mostrando la endeblez de los institutos armados y la necesidad de rearmarlos y robustecerlos (a veces la GC debe crear mártires, como últimamente pasó en Barbate, o como a veces también ocurre en Algeciras, donde se exponen a números de la benemérita a la actuación desesperada y descerebrada de los narcos). No en menor medida interesa también la presencia de la droga para envilecer a los sectores más díscolos entre la población joven y apasionada, ávida de experiencias que no son ofrecidas por la decadente y decrépita sociedad, sin proyectos eufóricos.

 

En todos los países hay una unidad especial que se nutre de reclutar al lumpen y a los psicópatas, suele ser la Legión, y es porque precisamente ese tipo de gente sin escrúpulos y desalmados son especialmente interesante para hacer el trabajo sucio y vil que los ejércitos en algún momento deben hacer en su intrusión hacia otros pueblos o Estados. También aquí hay un interés por parte del Estado de fomentar la escuela asocial de la delincuencia, como reservorio de sus futuras tropas de choque.

 

Pero hay también y fundamentalmente una violencia cotidiana de perfil bajo, que se llama violencia estructural, que es la que sufre el pueblo cotidianamente con las coacciones, vejaciones, degradaciones, insultos y abusos del sistema y sus instrumentos laborales, educativos, culturales, artísticos, mediáticos o infraestructurales.

 

Todo ello alimenta aún esa visión unívoca de que la violencia siempre es mala, irreflexiva, primitiva y reaccionaria.

 

Y, sin embargo, cualquier acto necesita violencia, necesita usar una cierta cantidad de fuerza para conseguir el fin propuesto. El lactante ejerce violencia sobre la madre mordiendo el pezón que le sustenta, y el convaleciente altera la paz de sus cuidadores demandando atención a altas horas de la noche; el campesino rotura las tierras perturbando la quietud del entorno y el matarife degüella a los animales que se van a consumir. Si aceptamos estos actos perturbadores en lo particular y en lo natural, ¿Por qué nos escandalizamos cuando se trata de defender un proyecto en la esfera de lo social? Es una violencia defensiva, es la violencia en lucha por la supervivencia, aferrándose al aliento del mundo, y se sufre con aceptación por parte de aquellos que se ofrecen, por amor a sus hijos, a sus allegados enfermos, por generar sustento o alimento. Un mundo sin violencia nos lleva a la inanición, a la asfixia o a la inmovilidad, a la extinción de la vida, en definitiva. La acción no violenta es un oxímoron.

 

La cuestión, por tanto, no es negar la violencia sino saber qué principios de actuación sobre el mundo social y natural nos guía; si es un instinto bruto y visceral, provocado por un perturbado o una muchedumbre frustrada, si es el ansia por acumular y dominar, propio de los Estados o de elites mandantes, o si es una posición meditada colectivamente en un cuerpo social horizontal, ante una amenaza que atenta contra su modo de vida y a sus seres queridos.

 

La importancia de la virtud, que también es una violencia interior, en tanto fuerza que controla y domina sobre las tendencias abusivas y predadoras, es una potestad única y exclusiva del hombre y es la gran diferencia con el resto del mundo animal. Podemos decidir ser el pastor del ser, cuidando del resto de las expresiones vitales del mundo en su inestable equilibrio, guiándonos por el principio de “si debo, puedo”, o podemos comportarnos como un animal depredador más, tratando de imponer nuestras habilidades sobre lo circundante, haciendo del principio “si puedo, debo” la norma vital de la existencia. No sólo está el instinto voraz e insaciable de vivir pisoteando, como postulaba el amargado Schopenhauer, maestro de Nietzsche, también está la solidaridad, el afecto, el amor, la conciencia y la voluntad de hacer el bien y lo correcto. Está la libertad de optar.

 

Así que la cuestión no es tanto negar dogmáticamente la violencia, sino decidir qué intereses e instancias dirigen y justifican la alteración y penetración sobre los seres y las cosas que nos rodean.

 

Poder y Libertad son conceptos intrínsecamente unidos. Poder es la capacidad de hacer, y Libertad es la capacidad de elegir soberanamente qué hacer. La soberanía o autogobierno de un ente, sea físico o jurídico-político, descansa sobre las energías y el vigor de que disponga, y si no hay fuerza no hay acción libre posible. En el caso de los entes políticos, la energía y el vigor dependen de su poderío militar. Una ideología antimilitarista, que rechazara dogmáticamente la actividad armada, sería liberticida, dado que no permitiría la ejecución de los planes y decisiones libremente adoptados.

 

La pregunta correcta sería ¿qué soberanía y voluntad se defiende con las armas? ¿Emana de un poder arbitrario concentrado que busca un beneficio particular, o sale de una asamblea con un fin de bien común y convivencial? El monopolio histórico de la violencia por los Estados, para pisotear y someter las libertades populares, ha acabado generando una distorsión reduccionista, asociando la Violencia al poder militar estatal, y la Libertad a las demandas populares, generando una aparente oposición entre Poder y Libertad, y hay personas que rechazan el término violencia simplemente por esta asociación. Hay algo de verdad en ello, porque al responder a intereses particulares y abusivos, el Poder estatal debe imponer por fuerza sus designios, provocando guerras que pueden catalogarse como injustas por ser arbitrarias e interesadas, en tanto que la reacción defensiva de los avasallados en sus propiedades, territorios y formas de vida, tienen el carácter de violencia justa.

 

La arbitrariedad del poder jerárquico de las elites propietaristas, constituido en Estado, que ha monopolizado el uso de la violencia para imponer su Libertad y voluntad de dominio sobre los pueblos y sus recursos, con un insaciable apetito expansivo, solamente puede ejercerse mediante ejércitos profesionales, policías y grupos paramilitares privados. Poder arbitrario y profesionalismo van de la mano, porque el atesoramiento de riquezas arrebatadas al Pueblo permite comprar voluntades y crear una soldada (sueldo, soldado) que no se cuestiona el objetivo marcado. Actualmente, con la colosal concentración del Poder en el ente estatal, las elites tienen toda la Libertad y la ejercen en su beneficio, mientras el pueblo está cautivo y sin libertad por falta de capacidad defensiva.

 

El Estado es en esencia Estado Mayor del Ejército, asesorado prudentemente por una pléyade de consejeros civiles y organismos secretos que les nutren de informes y dosieres periódicamente actualizados, y les permiten ejercer su control sobre la población, bien por vía pacífica, interactuando mediante el consenso político e ideológico, o bien por vía expeditiva, mediante la represión sumaria de personas o movimientos populares. Ambas posibilidades son actos militares que, según la situación táctica, optan bien por la injerencia mental e ideológica o por la injerencia física, pero ambos son violencia institucional. El pacifismo y su propuesta exclusivamente no-violenta de resolver conflictos es una postura hipócrita que beneficia al Estado Mayor de los ejércitos profesionales en su acción represiva, al dejar desarmado al pueblo ante las continuas ofensivas de los mandantes.

 

El inusitado período de “paz de cementerio” que hemos vivido hace ya dos generaciones, nos ha permitido engañarnos acerca de los métodos de hacer frente a la ofensiva del Poder. Nuestra experiencia vivida parece decirnos que hay mucho margen para la actuación no violenta. Eso se ha alimentado desde los mismos centros de Inteligencia Militar, para crear la hipnosis infantil de que otro mundo es posible, si nos manifestamos contra la guerra en Gaza o firmamos por la liberación de algún defensor de los derechos humanos encarcelado. Los pacifistas proponen que la única lucha legítima es la lucha argumental, la de las ideas, la de la Razón, pero que a la hora de defender su propuesta hay que quedarse parado ante la embestida de los institutos armados que vengan con su Razón, porque las ideas se defienden y expanden con instrumentos, siendo los cañones la “ultima ratio regis”. Al rechazar unilateralmente la violencia por parte del bando pacífico y popular, lo que estamos dejando es la total hegemonía de la fuerza armada al bando asocial, cuyos fines son claramente agresivos y anexionistas.

 

Los métodos no-violentos son una farsa, pero han sido vendidos desde los megáfonos del Poder como eficaces. Cierto, son eficaces para los déspotas. Fue inspiración de un agente del gobierno británico, Mahatma Gandhi, para controlar al cada vez más levantisco movimiento de masas en la India contra el Imperio inglés en decadencia, sobre todo a partir del fin de la I GM.

 

Gandhi propuso la satyagraha, “la fuerza del alma” o “fuerza de la verdad”, que consistía en mostrar el desacuerdo con las políticas injustas del Poder por medios pacíficos, con una resistencia no violenta, para “ablandar los corazones de los poderosos y congraciarte con Dios”, porque a fin de cuentas lo que contaba para él era la vida futura y no ésta. Esta forma de resistencia fue aplaudida por el entonces gobernador del Punjab, sir Michael O´dwyer, que propuso enfrentarse a la fuerza del alma con la fuerza del puño. Así que, en las jornadas de protestas que instigó Gandhi y que denominó Hartal (jornada de purificación) en Amristar en 1919, se congregaron en una plaza sin salida el 13 de abril unas 20000 personas. El ejército rodeó a la multitud, situó las ametralladoras Maxim en las bocacalles, y mientras Gandhi se quedaba rezando en su retiro espiritual, las tropas coloniales abrieron fuego ininterrumpidamente durante 10 minutos, quedando “purificadas” casi 400 personas, y otras 1500 semipurificadas. ¿Se ablandó el corazón de los poderosos y se consiguieron reformas? No. ¿se congraciaron las víctimas con Dios? No lo sabemos. Pero lo que no ocurrió fue un cambio efectivo en la dominación del Poder británico, al contrario, salió reforzado al replegarse el movimiento de masas por casi 30 años.

 

Con un león sediento de sangre, como les gusta presentarse en su heráldica a los Estados, no es posible la negociación, el diálogo, o la apelación a los derechos naturales de bondad, compasión o empatía humana. Eso solo se da entre iguales, pero no entre el pueblo y el leviatán estatal.

 

La ética sodalicia que defendemos desde la Revolución Integral, como principios interiorizados de actuación, implica una diferencia de resolución de los conflictos dentro del pueblo, los conflictos entre comunidades y los conflictos entre asambleas y poderes no soberanos. Porque la arbitrariedad en favor de intereses particulares también puede darse en el seno de las comunidades, y los pueblos deben estar capacitados para enfrentarse con todos los medios posibles a esos intentos de vulneración de propiedad, territorio, modos de vida y libertades. La diferencia respecto al intrusismo estatal estriba en que, en el caso de conflictos en el interior de la asamblea o entre comunidades, los métodos de defensa del bien común serán eminentemente dialogantes, persuasivos y democráticos, y sólo en última instancia coercitivos.

 

Sin embargo, en caso de que haya un conflicto con un Poder no soberano ajeno a la asamblea, que de alguna forma amenace la integridad y soberanía política, cultural, territorial o física de la comunidad, entonces el llamamiento al pueblo en armas será universal, y con carácter provisional, preventivo y disuasorio.

 

La Historia de la dominación estatal, muestra que sostenerse sólo por medios coercitivos y militaristas hacen endebles a los Estados, dada la característica esencial de la condición humana, la conciencia, que una vez llegado a un punto de represión, se hace insoportable y ocasiona movimientos insurreccionales o decaimiento improductivo. De ahí que, progresivamente, todas las elites propietaristas hayan ido añadiendo a sus sistemas de dominio un corpus de ideas autojustificadoras que hagan soportable, aceptable y hasta deseable en la percepción de los dominados, la injerencia estatal en la sociedad civil y en las vidas particulares.

 

La labor de propaganda y maquillaje es actualmente la característica fundamental sobre cómo se ejerce la violencia institucional sobre el Pueblo. Hoy es el poder sobre la conciencia lo que predomina en las actuales condiciones de dominación. Por eso hay que remarcar la matización de que el Poder radica “en última instancia” en las Fuerzas Armadas, porque en el día a día, el Poder del Estado Mayor difumina su intrusión con variadas microviolencias no físicas sino mentales, en forma de estímulos audiovisuales, de medios de comunicación, de industria del ocio, de cultura, de sistema educativo, de partidos políticos, de espectáculos deportivos, etc.

 

Estamos en guerra. Y lo sabes.

 

 

NOTAS

1.-Este filósofo contiene en la mayor parte de su obra un desarrollo interesantísimo de la dialéctica que es muy aprovechable. Sin embargo, en su apogeo, empoderado en la cátedra de la Universidad de Berlín, fue seducido por el imperialismo napoleónico, que según él expresaba su Idea del despliegue violento del Espíritu para manifestarse y encarnarse en la realidad, y que no tenía otra que hacerlo avasallando la vieja sociedad. No deja de ser curioso que él mismo muriera por las secuelas provocadas por ese desarrollo de la “Razón” napoleónica, debido a la epidemia de peste desencadenada en Europa central a raíz de la putrefacción, suciedad y neurosis deprimente de los campos de batalla. Los pensadores puros tienden a pifiarla con frecuencia cuando buscan adherirse a un movimiento que sea el superador de una época oscura y decadente. Heidegger incurrió en el mismo error, y el común denominador parece ser pertenecer al alto estamento de la enseñanza, la Universidad, y su devoción por el Estado.

2.-Max Weber definió ajustadamente al Estado como estructura administrativa que monopoliza la violencia institucional.

 

 

[Consultar: Bases para una revolución integral, capítulo 2, Combatir la dominación, capítulo 8, La libertad es el factor decisivo y capítulo 9, Los valores de la nueva sociedad]

 

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